Revista Sociedad

Nuevo diccionario de la lengua bífida

Publicado el 07 marzo 2014 por María Mayayo Vives
De muy buena mañana esta mañana, un café cargadito de posos y una noticia de última página me han dejado los ojos como platos hondos. Para que luego se diga que, en este país, la justicia no rige, el Tribunal Supremo acaba de considerar que llamar "chalado" al alcalde de Salamanca, no sólo no le vulnera el honor ni un poco, sino que entra sobradamente dentro de los límites de la libertad de expresión de cualquiera. Los magistrados argumentan que, aunque el término "chalado" pueda tener un matiz despectivo, no constituye un insulto dado que existen acepciones recogidas por la Real Academia de la Lengua (bendita sea) admisibles en la crítica a políticos y gestores públicos.
Invito, desde estas líneas, a la curiosidad del lector a asomarse y consultar el volumen en que nuestros académicos recogen la susodicha acepción por si yo, que llevo gafas, no he visto lo que tan juiciosamente han visto ellos, los jueces. Lo que se recoge en la entrada que define tan coloquial adjetivo es, desde mi punto de vista cansada: "Chalado, da (del participio de chalar). 1. Alelado, falto de seso o juicio". Eso es todo. Entiendo, y corríjaseme el fallo de cometerlo, que, si las lupas no me fallan, lo que el fallo de tan alto tribunal nos viene a corroborar es que políticos y otros cargos administrativos, por serlo, andarían por nuestros estamentos oficiales, gestionándolos, altamente descualificados del entendimiento y la cordura que tan necesarios pudieran parecernos para el desempeño de sus funciones y que les son puramente accidentales cuando les son.
La Gaceta Regional de Salamanca ha llamado "chalado" a su alcalde y los jueces consideran que la calificación es, no sólo admisible, sino incluso oportuna, por alcalde y por alelado. Y, sobre todo, porque en un artículo de opinión está llamada a volcarse la libertad de expresión de quien lo firma, dentro de la cual cabe llamar "chalado" a un alcalde, concejal, ministro o presidente del Gobierno porque así lo estiman conveniente. Todo ello puesto uno a expresar, libre y ampliamente, la opinión que le merecen aquellos que, sin juicio ninguno, se meten a administrar lo que es de todos, a mi juicio. Como abajo firmante que suelo ser de la opinión que nutre estas líneas, tengo que decir que estoy en total acuerdo con el Tribunal Supremo por cuanto me libera, a partir de hoy, de seguir mareando las neuronas para buscarme las habichuelas semánticas y no caer en el insulto simplón susceptible de multa, cárcel o cisma familiar. Es de agradecer esta insultante jurisprudencia que nos sientan a los que, durante tanto tiempo, nos hemos sentido obligados a circunvalar la exactitud del idioma para expresar lo que libremente se podía expresar con un sólo epíteto. Es de agradecer. 
Sin embargo, y discúlpeme el Tribunal Supremo por pejiguera, no deja de parecerme esta libertad que nos confiere tan liberadora como peligrosa, y querría aprovechar esta ocasión tan calva, por si alguno de sus superiores magistrados se dejara caer por esta humilde morada, para sugerir a sus ilustrísimos que alumbren nuestras libertades lingüísticas redactando en un rato que tengan un nuevo diccionario al uso al que poder recurrir cuando la pluma se nos desata. Con ánimo de no atascarles más de lo debido las salas de juicios con nuestras libres opiniones, me permito proponer a sus eminencias que nos definan con una cierta exactitud lo que, a partir de esta mañana de marzo y sol de justicia, se considera insulto ilegal y lo que no, lo que supone un exabrupto que entra dentro de esta nueva libertad de nuestras manifestaciones y lo que sigue constituyendo una injuria de las de celda y pijama a rayas, lo que es definir con insultante precisión a un oficial y lo que le vulnera el honor hasta la medula. Que lo decidan los jueces. No vaya a ser que nos levantemos mañana con unas irrefrenables ganas de llamar a nuestros dirigentes por su nombre y, en lugar de tildarlos de chalados, los califiquemos de chorizos lameculos de mierda y nos estemos equivocando en la definición.
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