En
esta publicación, el autor reflexiona sobre puntos centrales que hacen a la “Calidad
Educativa” ¿Cuáles debe ser los contenidos del núcleo “duro” del desarrollo
cognitivo y cultural? ¿Cómo se deciden? ¿Qué condiciones necesita la escuela
para cumplir su cometido?
Todo
apunta a la idea según la cual la formación de los marcos de referencia con los
cuales cada persona procesa los mensajes que recibe se convierten, por ello, en
el elemento central del desempeño ciudadano. El punto central en el cual
quisiera concentrar las reflexiones que siguen es que la función de la escuela
en relación a la cultura consiste en la formación del núcleo estable, de los
marcos de referencia, que permitirán enfrentar los cambios permanentes a los
cuales nos somete la producción cultural del nuevo capitalismo. Dichos marcos
de referencia son tanto culturales como cognitivos. Desde el punto de vista
cultural, las informaciones y las opciones de conductas son procesadas a través
de una serie de operaciones de identificación, de reconocimiento, de
diferenciación, de adhesión o de rechazo, que suponen la existencia de un
núcleo cultural básico, desde el cual es posible elegir y responder a los
mensajes culturales. Desde el punto de vista cognitivo sucede algo similar: el acceso
a las informaciones provoca procesos de comparación, asociación, transferencia,
etc. que dependen del desarrollo intelectual del sujeto. Cuando este núcleo
cultural y cognitivo no está constituido o lo está muy débilmente, los riesgos
de alienación y de dependencia aumentan considerablemente, ya que los medios de
comunicación, particularmente la televisión, no han sido concebidos para formar
este núcleo. La oferta de los nuevos medios y agencias de socialización supone
que los usuarios ya tienen las categorías y las capacidades de observación, de
clasificación, de comparación, etc., necesarias para procesar e interpretar el
enorme caudal de datos que ellos ponen a nuestra disposición.
Cuáles
debe ser los contenidos de este núcleo “duro” del desarrollo cognitivo y
cultural y cómo se deciden, constituyen un motivo de debate muy importante. En
realidad, el eje que divide las posiciones en este campo pasa por decidir si
los contenidos de ese núcleo duro deben ser discutidos socialmente o deben ser
decididos en forma individual y privada. En la medida que los aparatos
culturales del pasado actuaban desde la oferta y en esa oferta el Estado tenía
un papel preponderante, la discusión sobre el contenido de los marcos de
referencia asumía cierto carácter público. Las nuevas modalidades de producción
cultural están, en cambio, basadas en tecnologías manejadas por grandes
consorcios de empresas privadas que actúan siguiendo la lógica del beneficio a
corto plazo y del control de las demandas de la población consumidora. El
interrogante y el desafío que se abre en este nuevo contexto pasa por definir
modalidades de participación alternativas al autoritarismo del control estatal
y al individualismo a-social de la lógica privada.
Desde
el punto de vista de los contenidos de los marcos de referencia, sería posible
sintetizarlos en dos de los pilares de la educación del siglo XXI, definidos en el informe de la comisión de la
UNESCO, presidida por Jacques Delors: aprender a aprender y aprender a vivir
juntos. No parece necesario describir aquí el contenido de estos ejes de
acción, que responden a la dimensión cognitiva el primero y a la cultural el
segundo. Lo que interesa destacar es, en última instancia, que el desarrollo de
esos pilares supone introducir en la escuela la posibilidad de vivir
experiencias que no se producen “naturalmente” en el espacio externo a la
escuela. Aprender a aprender implica un esfuerzo de reflexión sobre las propias
experiencias de aprendizaje que no pueden desarrollarse sin un guía, sin un
modelo, sin un “acompañante cognitivo”, que sólo la actividad educativa
organizada puede proporcionar. Aprender a vivir juntos, por su parte, implica
vivir experiencias de contacto con el diferente, experiencias de solidaridad,
de respeto, de responsabilidad con respecto al otro, que la sociedad no
proporciona naturalmente. La escuela puede, en este sentido, recuperar su
función cultural a través del desarrollo de experiencias que no tienen lugar en
la cultura externa. Dicho de otra manera, la escuela puede cumplir un papel
cultural y social significativo si asume un cierto grado de tensión y conflicto
con la cultura. Su papel no es “adecuarse” a la cultura popular, ni tampoco,
por supuesto, aislarse ni vaciarse de contenidos por la vía del empobrecimiento
de los contenidos que ella transmite.
Las
condiciones para que la escuela pueda cumplir este papel son tanto
institucionales como pedagógicas. El principio básico radica en la idea de
autonomía para el desarrollo de propuestas curriculares. Pero esta cuestión de
la autonomía debe ser objeto de un cuidadoso análisis contextual. La historia
reciente de las transformaciones educativas muestra que la idea de la autonomía
puede ser defendida desde posiciones opuestas, que oscilan entre la autonomía
como des-responsabilización por parte del Estado (posición visible en las
reformas educativas de muchos países pobres, donde este concepto fue el
argumento para bajar los costos y el papel del Estado en el financiamiento de
la educación, con consecuencias claramente regresivas desde el punto de vista
de la distribución de la oferta educacional) hasta la autonomía como parte de
un proyecto político-educativo destinado a permitir mayor participación de las
familias y de los docentes en la elaboración de proyectos pedagógicos
pertinentes a las necesidades básicas de aprendizaje de los alumnos. En todo
caso, la idea central consiste en recuperar el carácter de la escuela como
espacio donde es posible programar experiencias discutidas socialmente. Esta
alternativa se opone tanto a la salida individual a-social, de los que
promueven la idea de educarse en el seno de la familia y a través de mecanismos
basados en las nuevas tecnologías de la información como la de aquellos que
promueven una escuela supeditada a los dictámenes del poder estatal, uniforme y
promotora de un sólo modo de ver y de concebir el mundo.
De
este análisis se desprende una conclusión obvia, referida a la centralidad de
los docentes como actores sociales y como profesionales de los procesos de
transmisión cultural. La literatura sobre este tema es abundante y apunta a
comprender las raíces de lo que se ha dado en llamar el "malestar
docente". Dicho malestar, que atraviesa situaciones objetivas muy
diferentes, tiene más que ver con la crisis de transmisión a la que nos
referimos en los puntos anteriores que con situaciones vinculadas a condiciones
materiales de trabajo.
Obviamente,
estas reflexiones sobre el papel de la educación y de la escuela pueden ser
consideradas como ingenuamente voluntaristas. ¿Cómo podría la educación y sus
formas institucionales tradicionales desarrollar una acción contracultural tan
importante como la aquí se sugiere? Responder a esta pregunta escapa a los
límites de estas notas, que sólo llegan a plantearla. Sin embargo, es
importante al menos admitir la legitimidad de un postulado voluntarista. Dicha
legitimidad proviene tanto de un enfoque filosófico como sociopolítico. Desde
el punto de vista filosófico, ya ha sido desarrollada la idea según la cual la
característica básica de la condición humana es la posibilidad de superar los
determinismos de orden natural (herencia genética) o de orden social y cultural
(origen social, étnico, religioso, etc.). Al respecto, me parece interesante
retomar los aportes de Luc Ferry, quien
asume que nuestros comportamientos –particularmente nuestros
comportamientos morales– no pueden ser explicados por factores genéticos ni por
determinantes socioculturales. Lo humano implica trascender dichos
determinantes. Si la naturaleza o la historia fueran nuestro código, no sería
posible cuestionar el mundo, juzgarlo, transformarlo, inventarlo. Si yo
argumentara siempre como argentino, francés o español, como originario de tal
familia o de tal sexo, o como perteneciente a tal grupo, sector o clase social
estaría, por definición, encerrado en los comunitarismos naturales o étnicos y
sería incapaz de proyectarme más allá de mi condición para acceder a cualquier
forma de universalidad. Pero el voluntarismo tiene, además, una justificación
sociopolítica que proviene del alto nivel de reflexividad del comportamiento
ciudadano en la sociedad moderna. Sabemos que la mayor reflexividad no implica
mayor control de las situaciones sino mayores niveles de incertidumbre y riesgo
. Pero ese espacio abierto es un espacio de indeterminación que abre mayores
niveles de autonomía a los sujetos y, en ese mismo sentido, mayores niveles de
responsabilidad. En otras palabras, el determinismo no puede ser un argumento
para evitar asumir la responsabilidad por nuestro destino.
Extraído
de:
Educación
y hegemonía en el nuevo capitalismo: algunas notas e hipótesis de trabajo
Juan
Carlos Tedesco