Siempre que he entrado en un centro comercial he tenido la sensación de que allí se trajinaba algo más que el mero hecho de ir de compras o de curiosear por tal o cual escaparate. Nunca me ha parecido que fuera un lugar de paso, que se deja una vez que se ha conseguido lo que se desea (como un puente que se abandona una vez que ya se ha cruzado, o una estación que se deja atrás cuando se ha tomado ya el tren) Más bien, me ha parecido que los grandes almacenes, más cuando adquieren proporciones mastodónticas, son lugares pensados para ser habitados. A nadie, que no fuera un indigente, se le ocurriría vivir en un puente, en una estación o en una plaza, lugares todos ellos de paso, aptos para la trashumancia y el transeúnte. No ocurre lo mismo con los grandes almacenes, que atraen a su seno a millones de personas diariamente, quienes, desde luego, no permanecen allí lo que les ocupa hacer sus compras, sino prácticamente todo su tiempo de ocio. Los nombres que adquieren algunos centros comerciales, como "parques de ocio", o "centros temáticos", definen muy bien esta cualidad de ser lugares habitables, aptos para la permanencia y la habitabilidad.
Naturalmente, la idea de convertir un lugar de paso en un lugar de permanencia no es nueva, y ya la encontramos materializada en los grandes almacenes de finales del siglo XIX, como los famosos "Palacios de cristal y hierro" que tan elocuentemente retrata Emile Zola en El paraíso de las damas. Los grandes almacenes que comienzan a aflorar en los centros urbanos de las metrópolis emergentes -París, Londres, Berlín, Nueva York, Milán, Barcelona- pronto se convierten en el centro de gravedad hacia el cual, como mosquitos a la luz, tienden los miles de transeúntes y en torno al cual se organizan los nuevos trazados humanos. Como nos recuerdan Hugo Aznar y Marcia Castillo, en su capítulo dedicado al tema "El palacio de la mercancía: gran almacén y cultura moderna" en De la polis a la metrópolis: "En vez del angosto entramado urbano medieval -apegado también a la necesidad, a la orografía del lugar -y tejido en torno a la posición central de las catedrales, ahora las grandes vías lineales de las metrópolis tendrán uno de sus centros en el gran almacén, convertido en referencia espacial, visual, vital y simbólica de sus transeúntes." (p. 84)
Tampoco es nueva la disposición interior de los grandes almacenes, de cada una de sus tiendas, de cada uno de los escaparates con sus luces y destellos, de cada uno de los pasillos y probadores, ni la forma de abrirse las puertas o de dirigirse a nosotros los dependientes, siempre atentos a nuestra avidez. Todo ello parece ir dirigido a nosotros, haciéndonos partícipes de un entramado premeditado, alimentando nuestras fantasías más inconfesables, aguardando una respuesta que se espera llegue pronto.
Al llegar a la gran galería, alzó la vista. Era como estar en la nave central de una estación, que rodeaban las barandillas de las dos plantas, que interrumpían las escaleras colgantes, que cruzaban las pasarelas. Las escaleras de hierro de doble espiral subían en atrevidas curvas y múltiples rellanos. Las pasarelas de hierro, proyectadas sobre el vacío, lo franqueaban en línea recta, a gran altura. Y todo aquel hierro trazaba, entre la luminosa claridad de las cristaleras, una liviana arquitectura por la que se filtraba la luz; era aquélla la moderna plasmación de un palacio de ensueño, de una torre de Babel en la que se acumulasen pisos, se ensanchasen salas, se abriesen perspectivas hacia otros pisos y otras salas, hasta el infinito.
E. Zola, El paraíso de las damas.