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Nunca borro nada

Publicado el 10 noviembre 2013 por Burgomaestre
-Esta mañana olvidé ponerme las gafas y confundí a mi esposa con un legionario romano, al calendario con una hoja de afeitar y al jefe de mi negociado con una lombriz de tierra. Cuando quise abrir la puerta, abrí una ventana y en lugar de salir de casa, entré en crisis. Me colé en la boca del metro aprovechando un bostezo y cedí el asiento a una persona que estaba sentada. Luego recordé que no necesito gafas y todo se fue normalizando. Y, bueno, por eso estoy aquí.-Gracias – contestó el entrevistador de la “Dangling Co.”, la conocida asesoría que facilita a sus clientes la penosa tarea de zanjar una conversación pendiente -. No está mal para empezar. Ahora le formularé algunas preguntas o le sugeriré algunas palabras clave. Dependiendo de sus respuestas y sus comentarios, le orientaremos sobre el modo de resolver su pequeño problema. ¿Le apetece tomar algo?-¿Forma parte de la encuesta esta pregunta?-No, se lo pregunto sólo por si le apetece beber algo… Algunos clientes necesitan un par de cervezas, o un gin-tonic… para abrir camino.Nunca borro nadaCiertamente, hacía calor en el despacho del entrevistador, una pieza rectangular completamente cerrada, iluminada con un gran plafón que desprendía una luz tan blanca como hostil. El silencio resultaba ominoso y acaso un par de tragos habrían ayudado a Cairo a explicarse mejor, pero pensó que eso sería poco deportivo y declinó la oferta.-No, gracias. Prefiero contestar a palo seco.-Perfectamente. ¿Por qué le llaman Cairo? No es su nombre auténtico ¿verdad?-Es así como me llaman –replicó Cairo, encogiéndose de hombros- así que ése debe ser mi nombre auténtico ¿no cree?-Ya, pero ¿no sabe por qué? –insistió el entrevistador.-Es porque el tipo que me puso ese sobrenombre tenía gracia para poner sobrenombres, solía imponer su criterio.-Hábleme de él.-Era un tipo gordito, muy charlatán. Hablaba deprisa. Tenía la mente ágil, mucha labia. Le caía simpático a todo el mundo. Supongo que por eso nadie le apreciaba demasiado.-¿Qué le sugiere la palabra “Esperanza”?-Tienes que escribir “Espera” antes de escribir “Esperanza”. Aparte de eso, está bien. Es bonita.-Dígame algo de su infancia.-Transcurrió antes de mi juventud.-¿Recuerda algo de ella que le haga añorar aquella etapa de su vida en particular?Nunca borro nada-Añoro la confusión de aquellos años en los que se mezclaban alegremente ficciones y realidad –contestó Cairo sin vacilar-. Me fascinaba la serie de televisión “El Santo”, aunque supongo que, sobre todo, era por el muñequito con aureola que salía en los títulos de crédito. Y lo que me resultaba incomprensible era que no sabía con certeza quién era El Santo. Aparte del esquemático muñequito, me encontraba con que en las revistas ponía que era Roger Moore, aunque yo había leído en algún sitio que era Leslie Charteris, e incluso un tal Simon Templar. Yo era muy pequeño entonces y me hacía un lío con facilidad. Luego confundía a los Jackson Five con los Harlem Globetrotters, y me costó una enormidad aceptar que unos y otros tenían una existencia real previa a ser concebidos como dibujos animados. Para mí era al revés, lo mismo que Los Beatles. Con Los Archies, me llevé la sorpresa inmensa de que, en su caso, sí eran dibujos animados “reales”… Luego estaban todos aquellos animales, tan inmaculadamente humanos, tan admirables… Lo mejor de mi infancia fueron los animales humanizados a los que amé a través de la pantalla de la televisión. Sin tocarlos, ni darles, siquiera, un terrón de azúcar. ¿Quiere que le dé una lista?-Por favor –pidió, con un amplio gesto, el entrevistador-. Adelante.-El perro Rin-tin-tín, la mona Chita, la perra Lassie, el león bizco Clarence, la mona Judy, el delfín Flipper, el oso Ben, el canguro Skippy, el pato Saturnino, el caballo Furia… Todos ellos eran leales y heroicos, abnegados y cariñosos… todo lo que no eran los humanos con los que trataba a diario.-¿Piensa en alguien en particular?-Sí, pienso en los tipos que me educaron, que se hacían llamar “hermanos” y que me llenaron la cabeza de basura. Nunca se lo agradeceré bastante. Créame: nunca.-¿Cómo se llamaban?-Estaba el hermano Lorenzo, que era el más gordo. Luego había uno muy pequeñito, el hermano Eutiquio, que parecía siempre a punto de quebrarse. Los había histéricos, como el hermano Honorato, cínicos, como el hermano Ángel, borrachos, como el hermano Manolo, depresivos, como el hermano Emilio, o simplemente sádicos, como el hermano Luis. Externos a la hermandad, pero profesando la misma sagrada misión de deformar a cuanto niño cayera en sus manos estaban los “dones”: Don Moisés, que amenazaba con defenestrar a un alumno para regocijo de sus compañeritos, don Alfredo, que fumaba puros y se hacía atar los zapatos por el niño más bajito de la clase (que, en formación, era el que le pillaba más cerca, no era por perversión) o don Felicísimo, un individuo decrépito de aspecto siniestro y gangsteril que solía poner motes a sus discípulos antes de abofetearles con las escasas energías que le quedaban en el consumido cuerpo.-Algo bueno obtendría en el colegio…-reprochó el entrevistador con tono conciliador.-Sí, los bocadillos que me preparaba mi madre eran buenos. En aquel momento del diálogo, se abrió la puerta del despacho y entró en él una joven con aspecto de secretaria que caminó directamente hasta ponerse al lado del entrevistador. Le susurró a éste algo al oído y se retiró dando media vuelta. No miró a Cairo ni de soslayo.-Lo siento, señor Cairo, no podemos ayudarle con su conversación pendiente.-Pero… ¿por qué? ¿Qué pasa?Nunca borro nada-Es condición indispensable que sea usted absolutamente sincero con nosotros; en caso contrario, no podemos ayudarle… Verá – añadió el entrevistador, a modo de explicación-, nos están observando y mis compañeros han detectado que está usted tratando de engañarnos. Tendrá que resolver por sus propios medios su conversación pendiente.-Me lo suponía. Siempre es lo mismo. Nadie te ayuda realmente.-Nuestro negocio consiste en hacer creer a la gente que sí les ayudamos pero, en confianza, y ya que no puede usted ser cliente nuestro, le diré que eso de ayudarse, es tarea que sólo uno mismo puede realizar de veras.-Gracias de todos modos –se despidió Cairo, levantándose.
Al salir a la calle, Cairo respiró el viento frío de la noche y tan pronto dobló una esquina, se despojó de los zapatos con alzas, la nariz postiza, la larga peluca negra, los dientes blancos y perfectamente alineados, las hombreras de su chaqueta, la faja con que se ceñía el abdomen, el carnet de socio de Green Peace y las lentillas que convertían sus ojos pardos en azules. Cairo llegó a su casa medio desnudo y sin nada que decir.

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