Cuando lo pienso objetivamente, lo determino con frialdad: no necesito de nada…de nadie. A menudo me pregunto acerca de esta falta de instinto gregario. Un cliché demasiado manoseado para alguien que se presume ´otra´ en un mundo de soldaditos repetidos.
Mi deseo abre abismos con el mundo circundante. Descubro que los momentos en los cuales más disfruto me encuentran en soledad. Camino largas cuadras diariamente. Adoro la liviandad de las piernas una vez entradas en calor, el sol acariciando la piel en días de aires gélidos, la brisa enmarañando el pelo, las gafas de sol tiñéndolo todo de un color, sobre todo cuando es de azul, los aromas que remiten a escenas del pasado, el crujir de las hojas ocreamarillentas del otoño, discernir mil valores de grises en un cielo tormentoso, ni qué hablar de la lluvia golpeando con vehemencia contra el pavimento. Y todo eso en un ir y venir, de mi casa al taller, de cuadra en cuadra. Deshabitada de cualquier vecino indiscreto.
Pero suele haber interferencias en el viaje. Un contacto visual casual, un comentario que se oye al pasar, algunos encuentros intimidantes que preferiría evitar… en mi mundo bastarían los colores, los libros y las sensaciones… soy de esa clase de personas a las que se les hace difícil el encuentro con el otro, qué va a ser! Todos tenemos nuestros propios campos de batalla, y este es el mío… sin embargo, suceden a veces episodios inesperados, y una adicta a la curiosidad como yo, no puede más que rendirse a esas contingencias de la circunstancia… como el otro día, que en medio de mi travesía cotidiana, un libro cayó del cielo directo a mis pies. Después del estrepitoso impacto no pude evitar tomarlo entre mis manos. Era esa clase de libros que pedían a gritos ser devorados al instante y tuve que satisfacerlo. Señalé la página con determinación. Mientras tanto me divertía pensar en los motivos de esa caída al vacío; ¿Habría sido producto de una discusión conyugal y el pobre fue el arma contundente más a mano? Inmersa en estos pensamientos fui interpelada por un hombre. No había considerado que el libro tendría un dueño y podría venir a reclamarlo. Él, me examinó con su mirada y yo, literalmente, huí. Apuré el paso y aún un tanto aturdida, me detuve un instante y dejándome conducir sin elegir, abrí -ahora si- MI libro. ¿Cómo podía ser que este desconocido estuviera leyendo el mismo texto que yo? Alcé la mirada, la intuición no podía fallarme, y ahí lo ví, inquisidor, buscando (¿me?) sin cesar, una respuesta. Yo escapaba de su campo de visión, sabía que estando a salvo podía disfrutar del espectáculo. La escena podría haber sido de un cuadro de Goya denominado “Paradoja de un cazador”. Sonreí –me extrañé al hacerlo- y seguí mi camino. Ese día empezaría la primer obra de una serie que llamé “La mirada impertérrita”.
Mis días después de ese suceso transcurrieron en paz. Hasta hoy, que promediando la clase del taller y relajada en mi lugar de distención, recibimos una visita inesperada. Tal vez fue la licencia de los jueves y el vino que empezaba a marearme un poco, lo cierto es que Martín, así se llama, me dejó un tanto inquieta. La profesora no acostumbra recibir gente sin cita previa, también suele avisarnos previamente a modo de cortesía, por lo que su llegada me tomó por sorpresa. El extranjero no podía siquiera sostener la mirada en alto y escapaba a cualquier pregunta que le demandara exponerse con algo propio. Lo primero que diagnostiqué era que se trataba de un tímido patológico y no debía apresurarme a conjeturar. Analicé con detenimiento su actitud corporal, su mirada evasiva, su incomodidad. Había algo más que no lograba entender, ¿Por qué me dejaba tan perpleja? Enseguida la profesora le convidó una copa de vino y uno de mis compañeros le hizo algunas preguntas. Él suspiró, aliviado. Lo invité a quedarse un rato. Raro en mí. Pero tal vez, entrando en confianza él, yo podría destrabar esta sensación que nacía en mí… empezaba a palpitar que si quería saber algo más, tendría que pagar algún precio por ello.