Ya no lo se. Tengo 65 años y no soy nada. Madre, esposa. Era.
Ya no lo soy, enviudé y mis hijas se marcharon hace mucho.
Qué soy? Qué fui? Lo que no quise.
Quedan los restos de los sueños rotos hace 47 años.
47 años simulando ser lo que se esperaba de mi, como mujer.
Era una estudiante en un Madrid de cambios, de principios de libertad.
Yo era una joven libre, con ganas de comerme el mundo, iba a empezar en la universidad, yo, la hija de un obrero del barrio de Palomeras.
El orgullo de mi padre, un albañil, huido del pueblo de mis abuelos, en Zamora, analfabeto, y mi madre, ama de casa, del pueblo de al lado, ella era apenas 4 años mas joven que mi padre, lo suficiente para que hubiese conocido la escuela de su pueblo, y supiese leer y escribir, despacio, con letra asustada. Su orgullo que su hija tuviese futuro. Escuela. Vida.
Todo se truncó, un embarazo no deseado, en el peor momento. Y pese al mazazo que supuso y la tristeza en sus ojos, por la oportunidad perdida, me apoyaron.
El cura del barrio arregló la boda, las dos familias con la cabeza baja, avergonzados por los dos jóvenes inconscientes, mi familia sufrió la peor parte, porque las buenas chicas no hacen esas cosas.
Yo no quería tener un hijo, no quería ese embarazo, pero mi madre ni me quiso escuchar. Era otra época. Había escuchado de casas en Madrid donde te lo quitaban, a las chicas pobres que no podían viajar al extranjero. Aún así era un gran desembolso, y riesgos, morir desangrada, o que la policía te pillase. Me daba igual. Yo no quería ese hijo. Mi madre me miró con miedo, y no me atreví a volver a comentarlo.
La familia tampoco tenia para más, fui consciente, los ahorros para la universidad se fueron en el alquiler de un piso y muebles, en el barrio, y un traje de chaqueta de color ocre para casarme. Su esfuerzo de los últimos 15 años, malgastados en una vida que no sentía propia.
Un noviete de verano, ni siquiera el amor de mi vida. Un capricho tonto, la despedida del barrio que sabía quedaría lejos. De profesión mecánico, a punto de empezar la mili, de la que se pudo librar con mi embarazo. Guapo, sí, pero al que no vi nunca como igual.
Mi hija mayor nació 4 meses después de cumplir 18 años. Mis lágrimas no fueron de felicidad.
Era otra época, y una chica como yo sabía llevar su casa, cocinar, cuidar a un bebe, y cambié los libros y la alegría del final de los años 60 por pañales a remojo, por las manos agrietadas del agua fría del lavadero, por la comida a la una y madrugar para prepararle la fiambrera.
Y un día detrás de otro, y así años.
Sin alegría, sin esperanza. Porque mis errores me habían hecho elegir camino, el de esposa, madre, pero yo no lo había elegido. No era el mío.
Nunca fui madre... Nunca me sentí madre.
Hoy con mis hijas adultas, puedo sentarme y hablar, explicar. Duele, lo se.
Nunca fui una buena madre, No como la mía.
Nunca me divirtieron, ni cambié pañales con cariño, me daban asco las cacas, y los vómitos de cuando estaban malas, y tener que lavar los pañales en agua fría para que salieran las manchas, y colgarlos en el terrado al sol.
Y llevarlas al colegio, y prepararles la comida y vestirlas, y confeccionar las batas del colegio, y acostarlas por la noche.
Y peinar sus coletas. Y sin embargo mantenía de cara todos la ilusión de familia normal.
Nunca fui buena esposa, no como la que el soñó, nunca le faltó atención, ni comida, ni la casa impecable, pero no le amaba.
Aprendí a quererle a base de tiempo, de respeto, pero no amor. Nunca las mariposas volaron por mi vientre.
Cumplía como marcaban los cánones y tuvimos otro bebé, una segunda niña que pese a no ser el varón que deseaba no le insatisfizo, la vida compensó a mis hijas con un padre entregado y amable. Las adoraba sin más.
Y un año, tras otro, tras otro y tras otro. Me fui amargando por dentro, la hiel que me ensombrecía el carácter y el estómago salía a veces y me llenaba de rabia, volcaba en mis hijas mis miedos, mis ascos, mis tristezas.
No, no fui una buena madre, nunca pude escucharlas sin un atisbo de envidia, por mi vida robada.
Las culpaba en silencio por mi suerte, tonta de mi. No, no fue culpa suya, tampoco mía, la vida es así, no había mas opciones, casarte y seguir o rendirte y echarte a perder.
Tampoco eran tiempos donde las mujeres trabajasen fuera de casa, y cuando alguna vez hablé con Genaro, Gena, la posibilidad de trabajar en una oficina por ejemplo, echaba el grito al cielo, su mujer no podía trabajar.
El creía que yo quería mas, y se afanaba en trabajar para que no nos faltase de nada. Pero yo no quería más, quería una vida distinta, y eso no lo podía comprar su esfuerzo.
Murió hace diez años, cuando al fin habíamos comenzado a sentirnos amigos, confidentes, cuando había comenzado a enamorarme.
Qué injusta la vida!
Mis hijas huyeron pronto de mi lado, antes de conocer a la persona en la que me convirtió después la soledad.
Huyeron de mi acidez, de mis miserias, de mis malas caras.
A veces era consciente y evitaba, otras el dolor de mi juventud perdida me podía, y escupía mis inmundicias contra ellas.
Cuántos besos, abrazos, confidencias les he robado?
Cuántas veces les he negado el derecho a peinarse, a vestirse, a salir, cómo y dónde quisieran. Sufrí además una adolescencia en mis hijas en plenos años 80.
Locos, libres, vivos. Suyos.
Nunca fui una madre sufridora y abnegada, nunca me sentí cerca de ellas, y aunque aprendí con el tiempo a respetarlas se que llevan las heridas latentes de mi maternidad.
Cuando se marcharon tampoco las eché de menos.
La pequeña se casó, para gloria de su padre y de la familia, bien casada, de blanco y por la iglesia. Tiene 2 hijos, y ha sabido crearse como madre amantísima haciendo todo lo que yo no hice. Se que no he sido su espejo.
Y observándola, a veces intento compensarla siendo una buena abuela. Aunque se, que nunca ha confiado en mi para ejercer con sus hijos. Hace el esfuerzo y pese a todo mantenemos una cordial relación, se parece a su padre, heredó lo mejor de el.
La mayor no tiene hijos, cuando murió su padre se atrevió a reconocer su homosexualidad.
Hoy es a quien más comprendo, y se que hoy a sus 47 años me comprende más que nadie, porque ha sido la sociedad la que la ha amordazado en muchas ocasiones. Ha sido valiente, la maternidad nunca fue fin ni sueño para ella. Y con impavidez no ha permitido que nadie se la impusiera.
No las quiero, no como madre. Las quiero como se quiere a una prima o un sobrino, sin entrega, sin dolor.
Y soy consciente de lo que supone, de la carga que he puesto sobre sus hombros muchas veces haciéndolas participes del peso de mis desdichas. culpándolas de mis elecciones, de mi suerte.
No, no las quiero como debería, no se, no pude, y hoy ya es tarde.
Al menos lo saben, he sido honesta, y a mi modo, con mi mal querer, pese a todo, daría la vida por ellas. Y eso también lo saben.
La vida que ya di, con desgana y tristeza entonces, hoy la daría con humildad y alegría.
La alegría de saber que mereció la pena, la de saber que existen, y que son mi mejor obra, tal vez la única.
Aprendieron a mi lado a ser mejores mujeres que yo, viéndome arrojar mis deseos truncados sobre todas aquellas otras que sutilmente se atrevieron a vivir, he odiado a oscuras toda mi vida las mujeres libres, la que decidieron, las que consiguieron, las que marcharon.
Y han vivido escuchando mi crítica constante, y han aprendido de mi a no ser como yo.
Mientras yo me marchitaba fregando suelos y lavando ropas. Haciendo las coletas que nunca me gustaron y levantándome a las seis para llenar de tortilla de patatas la tartera de mi marido, ellas florecieron y se convirtieron en las valerosas mujeres que son hoy.
No tuvieron suerte, aunque supieron sobrevivir y alejarse.
Soy una madre no madre, una esposa no esposa.
Soy el polvo de las alas de la mariposa que fui.
Y hoy a mis 65 años, por fin, puedo decirlo.
Yo no elegí ser madre, no me hizo feliz, ni he pasado la vida bailando valses con mis hijas.
He sobrevivido pese a todo.
Ojalá ninguna descendiente mía deba sobrevivir, les deseo larga vida, feliz, plena, libre.