Pensé en todos aquellos desperdicios, en los plásticos que se agitaban entre las ramas, en la interminable ristra de materias extrañas enganchadas entre los alambres de la valla, y entrecerré los ojos e imaginé que era el punto donde todas las cosas que había ido perdiendo desde la infancia habían arribado con el viento, y ahora estaba ante él, y si esperaba el tiempo necesario una diminuta figura aparecería en el horizonte, al otro extremo de los campos, y se iría haciendo más y más grande hasta que podría ver que era Tommy, que me hacía una seña, que incluso me llamaba. La fantasía no pasó de ahí —no permití que fuera más lejos—, y aunque las lágrimas me caían por las mejillas, no estaba sollozando abiertamente ni había perdido el dominio de mí misma. Aguardé un poco, volví al coche y me alejé en él hacia dondequiera que me estuviera dirigiendo.
— "Nunca me abandones" de Kazuo Ishiguro
