“Si se te da algo bien, nunca lo hagas gratis…”
The Joker, en el Caballero Oscuro.
Siempre se me dio bien la cocina.
Si echo la vista atrás, me veo de rodillas sobre una silla pegada a la mesa de la cocina de mi yaya, amasando pan junto a ella, recuerdo el tacto de la masa entre mis dedos, la suavidad y el olor que desprendía. La cocina de mi abuela era el centro de su casa, siempre había alguna olla cociendo a fuego lento sobre los fogones, algún asado en el horno, algún bol repleto de verduras o frutas recién cogidas de la huerta que tenía mi abuelo. El ambiente era siempre acogedor y yo pasaba largas horas en aquella casa alimentando mis sentidos de aromas y sabores que se grabaron en el lado bonito de mis recuerdos.
Amo mi trabajo. Pienso que crear una receta propia, dar con el equilibrio justo de proporciones y tiempos, logrando un resultado bueno es muy divertido, aparte de la satisfacción personal de que guste a los demás. Que eso que tu creas en tu mente, que llevas a cabo en tus fuegos, que lo trabajas y montas sobre un plato, eso tan tuyo, alimente a una persona. Magia. Sí, ya sé que muchos pensaréis que soy una exagerada pero para mí es esa la secuencia. Crear, producir, cocinar, presentar y comer. Es casi como escribir unas letras que alguien leerá y la transportará a algún pasaje de su vida con ellas. Provocar sensaciones. Es bastante similar.
Ahora está muy de moda ser cocinero, bueno, los nuevos os hacéis llamar “chefs”. Me hace gracia. Permitídme que en este renglón sonría. Chefs, me suena tan falso como pretencioso. No me gusta este intrusismo en mi profesión, esta ola de modernos con aspiraciones de Audi último modelo y vaqueros de importación. Jovenzuelos recién salidos de la escuela de cocina, sin rodaje, pero, eso sí, con treinta mil euros en cursos con los michelines de todo el país que creen que por haber asistido a diez ponencias y a siete máster ya pueden llevar una cocina. Pero ojo, ellos como los de la tele, con sus tablets de último modelo, su parada a media mañana para ir al gimnasio, sus chaquetillas estampadas de colores y sin sudar el gorro, ay, no, ¡que no llevan!.
Bueno pues yo soy COCINERA, de las de antes de empezar esta moda de concursos televisivos y de brillantina culinaria. De las que antes de poder ser llamada cocinera ha fregado más sartenes y pelado más patatas y cebollas de las que se comería un pueblo entero en un día de fiesta, de las que ha sacrificado su vida social, familiar y propia por su profesión. Una cocinera que sigue soñando con, algún día, poder abrir su propio rinconcito y no depender de lo que decida el dueño del local. De las que se ha tenido que doblar los turnos y pelear duro para demostrar más de una vez que por ser mujer y trabajando exactamente igual que otros compañeros no es de justicia ganar menos. Y sí, llevo una cocina, tengo suficiente experiencia conseguida a base de mucho esfuerzo y dedicación, sobretodo y por encima de todo, de muchísimas horas de trabajo para haber llegado a ganar un buen sueldo, poder tener cierta libertad en lo que decido y gente a mi cargo.
Y vosotros a estas alturas del relato estaréis pensando, “¿y a mí qué coño me importa?”, cosa lógica por otro lado, pero qué queréis que os diga, leí esa frase de Joker del principio y me enredó, además ¡yo nunca quise ser Batman!.
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