El 7 de Marzo de 1879, en la época gloriosa de la reina Victoria, apareció en el “Illustrated London News” un artículo firmado por Thomas Richard Stephens. El citado caballero, discípulo del pionero de la fotografía William H. Fox Talbot y miembro de la Sociedad Teosófica de Madame Blavatsky, narraba como iban sus ensayos con un nuevo modelo de cámara fotográfica “que podría servir para retratar el alma humana”.
Pasó el tiempo y del invento e inventor poco más se supo. En los mentideros de Fleet Street se habló de que Stephens se había instalado en un palacete destartalado de Old Bond Street y que tras unos años de pura misantropía y quizás trastornado por algún extraño descubrimiento, había acabado sus días arruinado y alcohólico en un centro de acogida del Ejército de Salvaciónen el East End.
Fue en 1894 cuando Cornelius Adams, importante anticuario de Covent Garden, recibió un extraño paquete anónimo. Aparentemente, aquello parecía una vieja cámara semejante a las utilizadas 20 años atrás en los gabinetes de fotografía, pero de un tamaño desproporcionadamente pequeño y sin el acompañamiento de un trípode. Con todo, lo más curioso era el montón de cables negros que salían de su parte inferior. El aparato venía acompañado por un cuaderno de tapas doradas semejante a un breviario. Cornelius abrió la libreta y empezó a leer el texto. Aquel hombre devoto, miembro de la ilustrada minoría católica seguidora del Cardenal Newman, no pudo dejar de lanzar una maldición a la par que sentir un profundo escalofrío a medida que las líneas de aquel extraño manuscrito pasaban delante de sus ojos.
El reverendo John Ramsey saboreaba cada minuto de su presente tranquilidad en Cromwell Road. Una justa recompensa tras los sinsabores sufridos en su agitada vida pastoral. Después de dejar jirones de su piel entre los mineros de Newcastle o los estibadores de Cardiff había encontrado un oasis de calma burguesa en aquella pequeña parroquia del sur de Kensington. Ya habían pasado los tiempos de la furia anticatólica y aunque era muy consciente de que para sus vecinos no dejaba de ser una presencia religiosa que rebajaba el nivel del barrio, tampoco sentía a su alrededor aquella animadversión profunda que había encontrado entre sus paisanos de Londrescuando era un joven seminarista. Ni siquiera tenía necesidad de justificarse ante los viejos conocidos de otra épocas. Estaba seguro de si mismo. Había sido un sacerdote ejemplar en circunstancias excepcionales y ahora tenía derecho a su premio. Cornelius Adams era su amigo, parroquiano ejemplar y compañero de juego noche tras noche. Con él compartía largas veladas alrededor de una mesa de ajedrez. Hablaban reposadamante de teología pero también de política, arte o literatura. Rara vez de cuestiones personales. Eran unos perfectos caballeros.Sin embargo aquella noche ...
Aquella noche todo fue diferente. Nunca había visto al anticuario en semejante estado. Ni siquiera cuando un grupo de belgas le había querido estafar con un falso escritorio estilo Chippendale. Su rostro demacrado reflejaba una gran tensión. Sus ojos oscuros desprendían llamaradas de pánico. Aquel hombre que llamó a su puerta a las diez y cuarto de la noche, llevaba un incendio oculto en su interior.
Dos manchas de ceniza con forma humana sobre el tapiz verde de Hyde Park. Apenas unos restos sombríos que en pocas horas el viento se encargará de esparcir hacia el cercano lago Serpentine. El detective Barrow se ajusta el bombín, abrocha los botones de su gabán, pone las manos en sus bolsillos y observa como se despereza la ciudad dormida, más allá de las rejas, en los altos del Speaker Corner. Carruajes de reparto en Park Lane, landós particulares con la capota cubierta para combatir el rocío y el par de bobbies que le habían acompañado, alejándose velozmente en bicicleta del lugar del espanto. Nada más. Sin duda será un hermoso día de abril. Sereno, claro y tibio. No, él no estará en condiciones de disfrutarlo.