La influencia de la pantalla para el individuo puede devenir a veces en algo diabólico, que ve su comportamiento y sus hábitos, cuando no sus gustos, amoldados a las emisiones de turno en las cadenas de televisión o a la película hit del momento en los cines. Diabólico porque su trasfondo es aterrador y paradigmático, ya que podemos imaginarnos cual influenciable y agradecido se muestra el público mayoritario, tanto en las salas de cine como ante la caja tonta, al leer noticias como las que ratifican últimamente la subida en las ventas y reutilización de máquinas de coser, que se han disparado notablemente después de años y años en el exilio de los trastos viejos allá en cualquier almacén o cuartucho apolillado, gracias a la reciente emisión de una serie sobre costuras sacada de la novela de nosequién.
Algo similar ocurrió con las famosas Ray Banal estrenarse un par de películas de Tom Cruise allá por los 80, la venta del modelo de coche MINI o el último teléfono móvil de turno cada vez que una de James Bond aparecía en cartelera durante la última década y media; incluso el alquiler de pisos creció estratosféricamente en el barrio londinense de Notting Hill tras aquella del melifluo Hugh Grant. Pues bien, como parece que la ecuación es sencilla, yo tengo puestas mis esperanzas en la última de Lars von Trier. Si las mujeres pueden ponerse a coser de repente después de un largo periplo sin el típico riqui-riqui de las maquinitas, también podrán ponerse a follar como descosidas allá por donde paseen sus cuerpos anhelantes de nuevas actividades.
Lo que está claro es que los libros, por sí solos, jamás alcanzarán tal poder de sugestión de masas, y eso es de agradecer en algunos casos, porque no quisiéramos encontrarnos a toda hija de vecina convertida en La Princesa del Pueblo choneando por platós y barrios populares, aunque tiempo al tiempo, que la serie está ya en camino tras ese best seller. Desde luego, clásicos centenarios como los del Marqués de Sade nunca tendrían los hilos para alzar a miles de marionetas de sus poltronas y ponerse a experimentar perversidades tras celosías monacales, armarios desvencijados o inventos penetradores. Hacía falta algo más sonado, unas expectativas más apabullantes, caras conocidas por todos los públicos y un título sugerente para la gran pantalla y las grandes salas de todo el mundo. Y es por eso que tengo fe ciega en lo que suscite la última del perturbado director danés, y tras la noticia de las máquinas de escribir se me antoja una temporada de damiselas seminales y generosas.
No sé qué opinarán las de la dictadura del patriarcado de todo esto o ni siquiera si las máquinas de coser entran en sus esquemas combativos contra todo ser con apéndice entre las piernas, pero yo las invito a que abran las suyas y se dejen llenar por el placer de lo que el Marqués de Sade nunca hubiese sido capaz de seducir con sus enredos sexuales pasando páginas y páginas con las manos ocupadas. Y es que Lars von Trier no es Sade, ni el 2013 es el siglo XVIII. Para una época de feroz anorgasmia y acartonados comportamientos políticamente correctos, que van hundiéndonos en una encorsetada moral de retrógrados, agrisando el paisaje humano y convirtiéndonos en homo-frustrados, creo que no podría haber mejor producto cultural. Exhibir tanto el trauma como la tara es necesario para la catarsis que la sociedad necesita, las perturbaciones lo son porque se ocultan hasta el paroxismo, dejando aflorar consecuencias que son aún más insanas y que en la mayoría de los casos asoman su nariz jodiendo al personal. Hoy más que nunca. Lars von Trier -dejando aparte la calidad artística de la cinta, sea cual sea- parece querer abanderar la vanguardia del pathos colectivo en su nuevo film, compensando esa censura del crash psicológico actual, que tan rancias composturas e infinitos daños colaterales cual plaga fabrica. Todo justo en este convulso momento histórico en que la tensión destructiva puede cortarse con cuchillo en las calles, e intentando reflejar más veracidad y trasfondo –no sé si conscientemente- del que cualquier otro producto cultural le haya arrojado a la cara al público en mucho tiempo. ¿La historia de una ninfóna desde su despertar sexual hasta la plena madurez dirigida por alguien que declara abiertamente en un importante festival de cine que entiende a Hitler? Es un dulce demasiado tentador como para no adentrarse de lleno en él, incluso para las adeptas y adeptos de las máquinas de coser, cuyas costuras, a buen seguro, saltarán con el bulto. Así que la ecuación es perfecta y no podría haber existido otro momento para que ambas obras se encuentren en el camino cual colosal casualidad, pues a más costuras saltadas más falta hará coser y a más descosidas más riqui-riqui para darle a la máquina. La matemática no falla. Pero en España 2+2 son 5 y existen un par de razones fundamentales por las cuales mis esperanzas se ven apagadas mientras escribo estas líneas. La primera es que la causa lo merece y no se trata de consumir un producto determinado, sino de experiencias liberadoras que nos evitarían, al menos, más de un orfidal cada noche, y en el peor de los casos desahogarse con una corrida furtiva, para desquitarse sanamente de ese vicio de sobrestimar el mero acto sexual. La segunda, echando mano del vicio de generalizar, porque para que algo así ocurriese de manera notable debería haber una inversión del tipo de público, pues los cinéfilos e interesados por el padre del movimiento Dogma, aunque también vayan de farol y confundan la velocidad con el tocino en su halo intelectual, ya están de vuelta y no se dejan manejar –no, no-, mostrándose lejos de parecer escandalizados o emocionados por algo que en la práctica es tan real para ellos como las aventuras de Harry Potter.
© David de Dorian, 2013
(Ilustración: Lucía Gutiérrez)