
Como digo, hace unos días, después de dos meses, volví a reencontrarme con mis amigos más allegados. La sensación de proximidad en carne y hueso, de complicidad, de compartir el lujo en el que se ha convertido la compañía es casi abrumadora, a pesar de que ya la habíamos sentido infinitas veces con anterioridad. Supongo que es cierto eso de que el mundo va a llenarse ahora de primeras veces. Para mí, estas quedadas, estas excursiones desconfinadas son esos nuevos oasis en miniatura que nos sirven para protegernos de la hostilidad del desierto que nos rodea. Una charla, una tarde en la piscina, un paseo son actividades que nos desconectan por un rato de la esclavitud del hidrogel, las mascarillas, el riesgo y el puñetero virus que lo ha cambiado todo. Durante esos pequeños intervalos, parece -repito, solo parece- que la realidad se vive como una falsa ilusión, donde el tiempo te hace creer que sus manecillas no se han movido sin piedad a través de una larga cuarentena. De entre todas las lecciones que nos quedan, ahora nos toca aprender a disfrutar de los nuevos paraísos con toque de queda, la felicidad de bolsillo y los oasis en miniatura que nos brinda la nueva "normalidad". Quizá asuste un poco pensarlo, pero nuestra capacidad de adaptación es tan asombrosa, que incluso podemos encontrar comodidad en los rincones más insospechados de lo desconocido.