No recuerdo su nombre. Me lo dijo, era lindo, como muchos de los nombres de las mujeres en India. Pero no lo recuerdo. Siempre he sido buenísima recordando caras, pero pésima recordando nombres. En este caso, desearía con todas mis fuerzas que fuera al revés. Porque su nombre era lindo y no lo recuerdo, pero su cara, desfigurada y triste, es inolvidable. He soñado con ella algunas noches mientras duermo, y muchas otras pienso en ella despierta.
La conocí en uno de los días más sobrecogedores de mi vida. Era de madrugada en una estación de tren en la que ví el infierno en la tierra, las escenas más dantescas y llenas de desesperanza, las miradas más vacías. Llovía sin parar. Quisiera no describir esa escena, porque lo último que quiero es que quienes lean este post se hagan una idea equivocada de India. No es lo que quiero transmitir. Pero al mismo tiempo, es necesario hacerlo para contextualizar mi encuentro con ella. La gente no cabía en el andén, todos estaban tirados en el suelo, los niños sin ropa, todo empapado en orines, en lluvia. La basura y la caca eran llevadas por el agua hacia las vías del tren. Las ratas pasaban por encima de los niños. Y mi compañera de dos días de viaje se acababa de subir al tren equivocado.
Me sentía como en una película, o como inmersa en alguno de los círculos del infierno en La Divina Comedia. Mirándolo todo como desde una enorme burbuja invisible, autoinventada, que me protegía de romper a llorar. He visto mucha pobreza en muchos sitios. Pero esto no es descriptible. Era la falta de esperanza absoluta. Y así estaba yo, absorta en mis emociones, intentando ser fuerte mientras rezaba porque llegara al fin mi tren, cuando ella se acercó a pedirme dinero. Le dije que no. Pero que si quería la invitaba a un chai. Así que compré uno para cada una. Y así, en medio de todo aquello, esa chica delgada, con un sari precioso pero tan sucio... me encontró.
Hablaba un inglés perfecto, pero entenderle era muy difícil. Ni siquiera distinguía bien donde empezaba o acababa su boca y le costaba moverla. No olvido su rostro. Ahora me parece lo más cercano a una pesadilla. Pero ahí, donde todo era tan dramático para mis ojos, para mi olfato, para mi alma, esa cara sin forma pero compartiendo un chai conmigo y contándome su historia se convirtió en mi oasis. El chai se le escurría por las comisuras de los labios y se limpiaba avergonzada con la mano, tan fina, tan bonita... y por supuesto, tan sucia. Lo había leído en algunos sitios e incluso en la guía. Había visto a algunas mujeres quemadas con ácido bañándose en el Ganges. Pero nada era como tenerla a ella ahí, tan cerca, hablándome.
Era de una familia de clase media, había estudiado inglés y aunque no me dijo su edad, no tendría más de 20 o 22 años. La quemó con ácido la familia de su novio antes de la boda, porque la dote no era lo suficientemente alta. Su familia la repudió. Y desde entonces es como una intocable. Vive en esa estación, en Gaya. Pide limosna. Y desde hacía mucho tiempo, me dijo, no hablaba "así" con nadie. "Así". Tomándose un té, hablando de su vida con otra chica. En este punto, mi corazón es una cosa que late, pero que para sobrevivir a esta madrugada, necesita dejar de sentir. Yo también perdí la fe: en dios, en los dioses, en la humanidad. Si lo divino y lo humano pueden permitir esto, ninguno de los dos mundos se merece mi confianza. Llegó mi tren. Le dí un beso, ella me tomó de la mano. Y sé que su mirada y la mía decían lo mismo, aunque sus ojos fueran dos agujeritos apagados por una espiral de cicatrices. A dos personas indias les di un beso en este viaje. Pero al otro, que más que una persona era un ángel, ya le dedicaré su espacio en este blog... Y a vos, mi oasis de la estación, te pido perdón, aunque no lo sepás, por recordar tu rostro y no recordar tu nombre...