Revista Política
El miércoles, después de una noche de infarto, Barak Obama ha sido reelegido para un segundo mandato. Supongo que todas las reflexiones que plasmaré en la presente entrada las hemos leído y escuchado hasta la saciedad quienes seguimos con un poco de pasión la política con mayúsculas que es una campaña presidencial en Estados Unidos.He querido titular la entrada de forma muy parecida a la portada de El País porque la considero muy acertada. Tal vez Obama no consiguiese colmar las expectativas creadas en 2008 durante la presente campaña, motivo por el que llegó tan ajustado en las encuestas. Pero el discurso que escuchamos el miércoles de madrugada volvió a reeditar el sueño de 2008. Volvió a ser el Obama carismático que había enamorado a su electorado hace cuatro años. La forma de hablar del presidente y la promesa de un futuro mejor era lo que el electorado necesitaba para salir adelante. Era lo que su electorado le estaba implorando durante toda la campaña, una chispa que estuvo en peligro de extinción en ese fatal debate de Denver que casi le da la vuelta a la situación. Durante la noche electoral el Presidente volvió a brillar con luz propia en un discurso que miramos con envidia desde este lado deprimido del océano de quien muchos tenemos por un político excepcional.Es fácil estar inspirado en un discurso victorioso, pero no por ello deja de ser brillante. La noche del martes el Presidente vio como los estados clave iban cayendo de su lado, situación que decantó la balanza definitivamente a su favor cuando, a las cinco de la mañana hora española, Virginia cayó del lado del Presidente, algo con lo que muchos demócratas no contaban. En ese momento supimos que el presidente tenía la elección casi conseguida.
Las opciones de Romney se debieron desvanecer con Virginia y Pensilvania.La victoria del Presidente se debió a dos factores que son de una simpleza absoluta. El Presidente era mejor candidato y, por si fuera poco, el aspirante era una mala opción. El Presidente se presentaba a la reelección con una buena cuenta de resultados, dadas las circunstancias. Con media Europa estancada y la otra media en profunda depresión, con una China que se desacelera y con la mitad Oriente Medio en llamas; el Presidente tenía motivos para sacar pecho al mantener a Estados Unidos al margen de las turbulencias económicas y políticas internacionales. Es cierto que la recuperación económica es débil, pero al menos es recuperación y habría que ser muy cafre para arriesgarla a las recetas de Romney que están empobreciendo la Europa romanizada. También es cierto que la inestabilidad política en Oriente Medio se ha cobrado la vida del embajador Stevens, pero en ese punto Romney le echó un capote al criticar al Presidente en asuntos donde el país permanece unido y reacciona cuando se utiliza para la lucha política. Para ese caso la Secretaria de Estado, Hillary Clinton, ayudó responsabilizándose personalmente de la seguridad de las legaciones diplomáticas. Las deficiencias del primer mandato no fueron responsabilidad exclusiva del Presidente. Es verdad que fue la etapa en la que más latinos fueron deportados. Es cierto que no cumplió su promesa de regularizar a los más de diez millones de inmigrantes sin papeles que se encuentran en Estados Unidos, pero la Dream Act ha permitido mantener en Estados Unidos a los hijos de los inmigrantes ilegales que se dispusiesen a estudiar una carrera. Un avance muy importante para la comunidad iberoamericana.El gran escollo del Presidente ha sido tener un Congreso abiertamente hostil a sus políticas, aliado con la inexperiencia propia de un primer mandato. También Clinton tuvo que lidiar con un Congreso en contra y hubo una diferencia abismal entre el novato y torpe Clinton del primer mandato, enfrentado a la estrella en ascenso de la revolución conservadora Newt Gringich (también candidato republicano en las primarias de este partido), y el Clinton carismático y pragmático que logró gobernar con mayor soltura en el segundo mandato.El Tea Party ha sido la droga del Partido Republicano estos dos últimos años. Le ha propiciado un subidón momentáneo, para sucederle una caída en picado en no pocos escenarios. Se ha llevado por delante la carrera y la elección de muchos candidatos asentados que tenían la elección asegurada. Desde el Congreso al Senado, pasando por Gobernadores estatales hasta alcaldes, candidatos más radicales y desequilibrados desbancaron a los tradicionales por moderados, para caer en las elecciones contra Demócratas que, antes sin posibilidades, les ganaron por ser más centristas o menos tarados. La última víctima del Tea Party, al menos la más visible, ha sido el propio candidato presidencial Mitt Romney. El perfil del candidato del GOP era realmente bueno para llegar a la Casa Blanca, un millonario hecho a sí mismo, emprendedor y moderado que como gobernador de un Estado tradicionalmente demócrata tuvo éxito al aplicar políticas progresistas. Implantó una reforma sanitaria muy parecida al Obamacare años antes de que el Presidente presentase la suya. Pero quien era un candidato perfecto para batir al presidente tuvo que vender su alma en incontables ocasiones al radicalismo del Tea Party para, en una lenta agonía, ir ganando a todos y cada uno de los candidatos que iban saliendo. El radicalismo del Tea Party fue el responsable de que Mitt Romney no tuviese el visto bueno de unas bases atemorizadas por la retirada de los WASP del mapa demográfico estadounidense. La animadversión de los republicanos por todas las minorías habidas en el país le ha costado unos votos sin los que, hoy por hoy, es alcanzable la Casa Blanca. A eso hay sumar la batalla perdida con las mujeres con recurrentes meteduras de pata por parte de sus correligionarios en temas tan sensibles como las madres solteras, las violaciones o el aborto tras éstas, que son cosas de Dios. Despreció ese 47% de la población que, en sus propias palabras, van a votar a Obama porque reciben algún tipo de ayuda del gobierno entre las que se encuentran los miles de veteranos de las guerras de su predecesor republicano. Entre tanto maquillaje electoral, Romney sí dijo una verdad: que los pobres no le importaban nada en absoluto. Afirmación arriesgada en un período de incertidumbre económica donde cualquier ciudadano puede necesitar la ayuda asistencial del Estado. No es ilícito presentarse con un programa liberal que ponga el acento en la responsabilidad individual que tanto gusta a una nación hecha a sí misma. Pero el travestismo político que acompañó a Romney desde las primarias minaron su credibilidad. El GOP debió dejar a Mitt Romney ser Mitt Romney. Una persona más parecida a su padre, honrado, con firmes convicciones que no le importaba caer en desgracia en unas primarias, como así le sucedió contra Nixon, antes que hipotecar sus ideas. "Sólo tengo preparado un discurso" dijo el candidato republicano en una mezcla de seguridad en sí mismo e ingenuidad. Y debió ser cierto por el escueto discurso de derrota que dio muy al final de la noche cuando importantísimos periodistas y medios afines al GOP, como Fox News, ya iban dando la victoria a Obama. Los únicos que se resistían a reconocer la derrota fueron Karl Rove, el arquitecto de las victorias de Bush, y el propio Roney. "Es prematuro atribuir Ohio al Presidente" dijo Rove cuando Fox le dio el Estado por ganado, a pesar de llevar solo un 40% escrutado. Claro que lo que faltaba por escrutar eran circunscripciones fuertemente demócratas.
La derrota ha dejado al Partido Republicano con una enorme incertidumbre. ¿Cómo defender los valores tradicionales de América en el nuevo mapa demográfico Estadounidense? De la respuesta a tan importante cuestión depende el futuro éxito del Partido Republicano.