Revista Cultura y Ocio
Cuando cayó Jericó, llorar estaba permitido, escribe Elizabeth Smart en su novela Los pícaros y los canallas van al cielo. Y en Babilonia estaba de moda proferir memorables lamentos por las aguas separadas, añade. Hoy, sin embargo, la mayoría no expresa en público sus emociones. Priman la obediencia y la represión del desasosiego. Existe, en cierto modo, una relación directamente proporcional entre ambas. Cuanto menos desobedece la gente, más incapaz se vuelve de transmitir sus sentimientos de desazón.
En la actualidad toca no manifestar el descontento, pese a que sobran motivos para hacerlo. Escribe Elizabeth Smart: “Aquí debes ir a tu oficina, llena de vida, con una chispa en los ojos, aunque sea sintética. Porque quién se atreve a ponerse en pie y decir: ¡Qué cansados estamos! ¡Oh, Dios, qué cansados estamos!” En un fragmento tan breve de su libro consigue esta escritora de origen canadiense darle palabras al retraimiento emocional de los individuos hoy.
No es de extrañar, como consecuencia de esta inhibición, el desmesurado consumo de psicofármacos. Una manera, tal vez, de conjugar la convivencia en la normalidad y la insatisfacción interior. El problema se complica, sin embargo, cuando el malestar se agudiza ante la imposibilidad de transmitirlo a los demás. Como apunta David Foster Wallace en su relato “La persona deprimida”, cuya lectura asocié al fragmento de Elizabeth Smart, esa imposibilidad es en sí misma un componente del desasosiego, cuando no de la angustia, y un factor que contribuye a su horror esencial.
Cabe entonces preguntarse cuál es el volumen de ansiedad que podría soportar el ser humano. Mientras tanto, por qué no proponer una actuación de acuerdo con la propia conciencia. Flotan en el aire las palabras de Eduardo Galeano tras el derrumbe de las Torres Gemelas: “Los altavoces ordenaron a los trabajadores que se quedaran en sus puestos. Se salvaron los que desobedecieron.”
FUENTE: EL QUINQUÉ. LA PROVINCIA-DIARIO DE LAS PALMAS.