Salí de la reunión de aquel jueves con palpitaciones. Me sentí menospreciado y señalado públicamente ante el resto de mis compañeros jefes. Las faltas de respeto fueron presenciadas por todos. Y aguantar las ganas de responder por evitar entrar en confrontación fue durísimo para mí, que tengo mi genio.
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He dudado mucho en si escribir al respecto. Me he dado más de una semana para madurarlo. No quiero perjudicar a la Administración Pública para la que trabajo, y por eso no doy datos de ningún tipo. Tampoco quiero perjudicar a quienes me han ofendido o me estarán criticando a mis espaldas. Esto no va de revanchas, de confrontación o de cuentas pendientes. Tarde o temprano esta locura pandémica se estabilizará, la crispación reinante ahora se apaciguará, y habrá que reconstruir los puentes y los acuerdos. Pero es importante compartir lo que está pasando. Por respaldar a las miles y miles de personas que estarán sufriendo tragos similares. Para hacernos fuertes entre tanto sinsentido. Por dar la importancia que tienen los miles de gestos cotidianos que apuestan por no doblegarse, por no bajar los brazos, y por conformar esa tribu de guerreros por un mundo diferente. Sin acritud, sin virulencia, sin enfrentamientos. Pero es momento de decir NO. Y ese pequeñísimo gesto, ese insignificante momento de afirmación personal frente al absurdo, hace que todo sea distinto. Te reconcilia con tus principios y con lo que consideras que es correcto. Con tu conciencia y con la conciencia universal. ¿Acaso existe mayor victoria que esa?La verdad es que no esperaba que pudiera pasar algo así, precisamente por cumplir mis obligaciones. Nos convocaron a una reunión para revisar el nuevo protocolo Covid. En él, se establecían unas consecuencias distintas para los contagiados, dependiendo de si se habían vacunado o no. Unos no tendrían que hacer cuarentena de varios días y otros sí. Ya de por sí, eso es un sinsentido a estas alturas, dados los abundantes estudios y la evidencia fáctica que vemos a diario: todos vacunados, todos contagiados. Pero no quise debatir ese asunto, para el que ni teníamos competencia ni capacidad de decisión. Aunque como tengo asignadas responsabilidades regionales en materia de gestión de datos, y he estado trabajando intensamente en el registro de actividades de tratamiento, quise al menos plantear mis dudas sobre la legalidad de algunas medidas que sí que nos afectaban. El protocolo plantea que rellenemos un formulario con nombres y apellidos, con la "información a comunicar por el responsable de la unidad administrativa en casos sospechosos, casos probables, o casos confirmados de contagio por coronavirus". Y aparte de todos los datos personales del compañero/a en cuestión, se nos pregunta sobre sus síntomas, toma de muestras, fechas, tipo de test y resultado, si está o no vacunado, si con pauta completa o no, y en un listado final, nos solicitan nombre, apellidos, fecha y teléfono de las personas no vacunadas o inmunodeprimidas. Al pie del formulario deberíamos firmar y poner nuestro puesto o cargo. Nada más y nada menos. Fue leer el protocolo, y apenas me podía creer que se estuviera planteando algo así. Era de manual. No sólo porque los jefes no tenemos ninguna habilitación legal para el tratamiento de datos sanitarios, que son del máximo nivel de protección (acarreando cuantiosas multas si se incumple la ley en este punto). Sino porque, por simple sentido común, si hace dos años nos hubieran pedido algo así sobre quién tenía el SIDA, sobre si había pasado la sífilis, o sobre si se había vacunado contra la viruela, nos habría parecido una aberración. Y sin embargo, ahora todo el mundo parece verlo normal, o al menos mira para otro lado. Igual que si un camarero, sin autoridad legal para ello, nos pide nuestro DNI o nuestra información sanitaria confidencial para poder tomar un café. El mundo al revés, vamos.
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Sopesé mucho qué hacer. Tenía claro que no podía participar en dicho protocolo, al menos hasta consultar con el máximo responsable regional de protección de datos si se había revisado este despropósito. Pero, ¿debía manifestar mis dudas al resto del equipo directivo? Creí que mi obligación era hacerlo. Pero como los ánimos se encienden cuando se habla de Covid, y odio las confrontaciones, preferí hablarlo en privado con el máximo responsable de mi provincia, un rato antes de la reunión de jefes convocada al efecto. Apenas se sintió interpelado por mis argumentos. Ni siquiera se abrió a la posibilidad de elevar consultas a nuestros superiores. Tampoco se dio lugar al debate sobre la interpretación del protocolo a la luz del principio de legalidad de la normativa española y europea de protección de datos. Para él eran órdenes directas de arriba, y había que cumplirlas. Yo no daba crédito. Y manifestada mi preocupación, decidí guardar silencio en la posterior reunión de jefes. Mis argumentos y reticencias ya estaban expresados. Poco más cabía añadir. Pero "mi gozo en un pozo". Para mi sorpresa, como todos callaban, se me instó a intervenir y pronunciarme en la reunión. Y entonces ya entendí de qué iba todo esto. No iba de argumentos técnicos, de interpretaciones de normas u órdenes aparentemente contradictorias o irreconciliables, o del principio de legalidad. Iba de obediencia. De conmigo o contra mi. De acatamiento o desobediencia. De dejar fuera de juego al disidente. De acallar, amedrentar o ridiculizar al discrepante. De anular el debate. Y en definitiva, de repetir exactamente lo que viene sucediendo en la pandemia, donde los muchos estudios científicos dicen una cosa, y las autoridades sanitarias imponen unas restricciones, reconociendo ya abiertamente que no por razones sanitarias, sino para forzar la voluntad de quienes cuestionan sus medidas en base a esas mismas evidencias científicas.Me sentí humillado y ninguneado por algunas de las expresiones y formas empleadas en la reunión. Pero no quise entrar en una dinámica reactiva. A pesar de lo absurdo de estos protocolos, sólo quería cumplir con el rigor que me exigen mis responsabilidades. Sólo quise estar a la altura de mi cargo y dar respuesta al motivo de esa reunión. En ningún momento traté de boicotear el protocolo, sino de que esa información confidencial circulase directamente desde la persona afectada al destinatario, sin que fuera "manoseada" por decenas de manos. Al menos, técnicamente, algunas intervenciones me respaldaron, y la inquina inicial se sosegó algo. Pero salvo yo, nadie puso en duda la obediencia a una medida tan ridícula, pudiendo solucionarse todo con un email directo del afectado a Recursos Humanos o al máximo encargado en la materia. Los tiempos son propicios para el esperpento. No descarto que la AEPD llegue a aceptar algo así. Aunque a quienes nos chirría todo esto tanto, debería permitírsenos que dudemos de tanta excepcionalidad absurda, cuando la ley y las normas están precisamente para protegernos de estos abusos.
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En esa reunión entendí por fin una interrogante que me atormentaba desde hace meses. No lograba entender la aparente pasividad de tantos médicos y científicos ante las abrumadoras evidencias científicas entorno a la pandemia. Es claro que no son cómplices de ningún plan raro, pero ¿cómo podía ser que siguieran aconsejando una vacunas con tantísimos efectos secundarios y con tan escaso o nulo beneficio? ¿Acaso no estaban al tanto de las numerosísimas publicaciones que hay ya? ¿Es que no estaban nada más que pendientes de obedecer unos protocolos sanitarios? ¿Cómo podía ser que no estuvieran actuando conforme al principio "primum non nocere", es decir, “primero, no hacer daño”? En mi reunión del jueves me quedó claro el motivo. Y eso que mi discrepancia en materia de protección de datos personales es "juego de niños", comparado con la defensa de la salud humana.Qué pronto se olvida la Historia. En los juicios de Nuremberg en 1945-46, se asentó el criterio de que alegar el cumplimiento de órdenes superiores no es una defensa por crímenes de guerra, con el famoso Principio IV de Nuremberg, que establece: "El hecho de que una persona haya actuado de conformidad con las órdenes de su Gobierno o de un superior no la exime de responsabilidad en virtud del derecho internacional, siempre que en realidad tuviera la posibilidad de elegir moralmente". Por ahora, quizás nada de esto vaya de crímenes de guerra. Pero alguna conclusión sobre la obediencia ciega se podría sacar, creo yo.
Desconozco si habrá consecuencias disciplinarias de mi objeción de conciencia a ser parte de algo así sin hacer las consultas pertinentes. Por fortuna, hay algo que tengo muy claro: no soy el trabajo que desempeño. No soy el cargo o la responsabilidad que ostento. Soy muchas cosas más que eso. Pero quizás nos aferramos al trabajo o al cargo por miedo a perderlo, a perder dinero o a perder prestigio o poder. Pero ¿qué pasa si no existe ese miedo? Que eres libre de actuar en conciencia. Y esa conciencia te lleva a indagar, a profundizar, a preguntarte los "por qué" y los "para qué", a buscar caminos no explorados. Y te lleva a no venderte por nada que no pase el filtro de tus principios. Y por eso es difícil domesticarte o dominarte.
Las personas que más nos han impactado en esta pandemia por su valentía, por su rigor o por su entereza "contra viento y marea", han sido quienes tenían todo esto muy claro. Por eso, aunque algunos compañeros de trabajo, cegados por el cariño y por los resultados, me dibujaban un halagüeño panorama de ascensos y alfombras rojas, yo siempre digo que eso es muy difícil. Porque en estos tiempos que corren, la obediencia ciega cotiza más que la eficacia, la eficiencia o la innovación. Y poco iba a "pegar" yo ahí, la verdad.
E ironías de la vida o de los protocolos "covidiotas": a raíz de desayunar hace dos días con un compañero que ha dado positivo, aunque estoy perfectamente, se me conmina a permanecer en cuarentena en casa siete días desde ayer. Es el "castigo" o la "discriminación" por no estar vacunado, dé o no positivo. He manifestado mi oposición a un absurdo así, y ayer pensaba ir a la oficina, pues trabajo solo en mi despacho, doy negativo y estoy por ahora en perfecto estado de salud. Pero cómo vamos a cuestionar el santo protocolo...¡por dios!
En la reunión de aquel jueves, me acordé de un truco secreto que no falla cuando se presenta una de estas encrucijadas de la vida, que últimamente se repiten demasiado en estos momentos que nos ha tocado vivir. El truco es éste: me imagino que mis hijos estuvieran presenciando esa escena, y me pregunto: ¿cómo me gustaría que me vieran? ¿Timorato y aceptando las imposiciones sin sentido, o defendiendo con entereza lo que es correcto, simple y llanamente porque lo es? ¿Cuál sería el mejor ejemplo que podría darles a mis hijos si estuvieran viendo esto? Si dejas que estas preguntas calen en tu mente y en tu corazón, caben pocas alternativas, la verdad. Porque luego bien que solemos cargar sobre las espaldas de los jóvenes la responsabilidad de construir un mundo diferente para vivir. ¿Cómo va a ser eso, si no les damos el ejemplo y las herramientas para hacerlo?
Según parece, estos tiempos exigen no hacernos preguntas. Tirarnos por la ventana, si así nos lo piden. Es como decía Groucho Marx: “¿A quién vas a creer, a mí o a tus propios ojos?”. Lo siento, pero obediencia sólo cuando toque. Y sin conciencia, nunca.
PD: Uno podría pensar que el post, con esta decisión, quedaba cerrado. Pero no. Debía entender mi malestar interno durante todos estos días. Anoche lo descubrí con mi gurú particular, Mey. Y tiene enjundia. Por eso hay una segunda parte de este post. La clave está en el paréntesis del título y en la "S". (CONTINUARÁ)
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