
Ni el PSOE ni el PP respetan la democracia y la libertad de votar. Las democracias han dejado de serlo para pasar a ser regímenes partitocráticos de unos pocos, o autocracias corruptas y degeneradas.
Están apelando a lo peor y más sucio que puede hacerse en democracia: alzar barreras y cordones sanitarios contra partidos y pensamientos adversarios, en este caso contra lo que ellos llaman "extrema derecha", que no es otra cosa que una poderosa resistencia de los ciudadanos más lúcidos y demócratas contra el deterioro ético y político que domina el mundo y que se plasma en el auge del socialismo, la globalización y las doctrinas marxistas y woke.
Muchos temen que esos cordones sanitarios, si no logran impedir la llegada al poder de las nuevas derechas, sean sustituidos por delictivas intervenciones fascistas, como la que ha ocurrido en Rumanía, donde un candidato molesto ganador ha sido anulado y detenido porque obtuvo la victoria y sigue siendo el favorito de su pueblo.
En algunos países donde el poder está altamente corrompido y degradado, como España, ya se preparan para acosar a VOX y, si fuera necesario, eliminarlo de la escena política. En esa operación de acoso y derribo participan al unísono los dos grandes partidos españoles, el PSOE y el PP, dos formaciones que no quieren perder el gobierno.
Los grandes partidos tradicionales, tanto de izquierda como de derecha, han mostrado un creciente interés por frenar el ascenso de los partidos que ellos etiquetan como de "extrema derecha", los cuales han ganado terreno en diversos países del mundo. Este fenómeno responde a una combinación de factores: por un lado, el temor a perder influencia política y electoral frente a estos nuevos actores que capitalizan el descontento social, la desconfianza hacia las élites y las preocupaciones sobre la inmigración y la identidad nacional. Los viejos partidos ven en estos movimientos una amenaza no solo a su hegemonía, sino también a los valores democráticos que dicen defender, argumentando que las posturas radicales de la extrema derecha podrían polarizar aún más las sociedades y desestabilizar las instituciones.
Sin embargo, esta estrategia de "liquidar" a la extrema derecha no siempre resulta efectiva y, en algunos casos, incluso parece fortalecerla. Los partidos tradicionales suelen recurrir a tácticas como la demonización, el aislamiento político o la formación de coaliciones amplias para excluirlos del poder, pero estas acciones pueden ser interpretadas por los votantes como un intento desesperado de las élites por aferrarse al statu quo. Además, al centrarse en atacar a estos partidos en lugar de abordar las causas subyacentes de su crecimiento —como la desigualdad económica, la inseguridad ciudadana o el sentimiento de abandono en ciertas comunidades—, los partidos tradicionales corren el riesgo de alienar aún más a los sectores desencantados que encuentran en la extrema derecha una voz para sus frustraciones.
Por último, el auge de la extrema derecha también plantea un dilema ético y estratégico para los viejos partidos: ¿hasta qué punto es legítimo o prudente ignorar o combatir a un sector significativo de la población que apoya estas ideas? En algunos países, como Francia con el Frente Nacional (ahora Agrupación Nacional) o Italia con la Liga, los partidos tradicionales han tenido que enfrentarse a la realidad de que la extrema derecha no es un fenómeno pasajero, sino una fuerza política consolidada. En este contexto, algunos analistas sugieren que, en lugar de intentar "liquidarlos", los partidos tradicionales podrían beneficiarse más de un diálogo crítico que aborde las preocupaciones legítimas de sus votantes, sin ceder a los discursos de odio o exclusión. Sin embargo, este enfoque requiere un equilibrio delicado que pocos han logrado implementar con éxito.
Francisco Rubiales