La justicia poética siempre es justicia del sentido común. El reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel pone fin a un mezquino absurdo de la historia moderna.
Sobre todo, contribuye a restaurar el principio de realidad en un conflicto emponzoñado por la demagogia del mundo árabe, la pusilanimidad de Occidente y la incapacidad de los palestinos para darse un liderazgo viable y honesto.
Israel existe por la fuerza. Horas después de su declaración de independencia en mayo de 1948, fue atacado por una coalición de cuatro ejércitos árabes cuya consigna era “echar los judíos al mar”. Al cabo de setenta años, ese mantra se sigue inculcando a los niños palestinos, aparte de inspirar la propaganda del terrorismo árabe en sus ramas seculares y laicas.
Ante la imposibilidad de privar a Israel de su derecho a la existencia, se trató entonces de arrancarle el derecho a su capital. Por la fuerza, en la Guerra de los Seis Días de 1967, los israelíes recuperaron total control de Jerusalén por primera vez en 2,000 años. Reducida a escombros dos veces, testigo de 23 asedios, sobreviviente a 52 ataques, incesantemente capturada y recapturada, Jerusalén dejó de ser judía en la jurisdicción a manos de poderosos ocupantes. Pero nunca dejó de serlo en la piedra ni el espíritu.
Yoram Hazony, presidente del Instituto Herzl, observa que los “judíos no pueden renunciar a la restauración de su ancestral capital sin aniquilar la fuente de su fortaleza”. Más de 3,000 años antes de Cristo y Mahoma, ya estaban en pie los muros de la Ciudad de David, que conforma el centro jerosolimitano. (Todavía el agua corre por un túnel de su original acueducto). Tres veces al día, los judíos bendicen a Dios como Boneh Yerushalaim, “el Constructor de Jerusalén”. La Pascua judía concluye en una ferviente resolución: “El próximo año en Jerusalén”.
El gran trauma del alma palestina (cualquier cosa que esto signifique) es la disolución del Imperio Otomano. Por cuatro siglos, tanto las elites como el pueblo disfrutaron su condición de turcos de segunda categoría. A su vez, la insatisfacción de los palestinos con el Mandato Británico (1922-1948) obedece a factores de civilización antes que a un nacionalista reclamo de territorio. La revuelta árabe contra los británicos (1936-1939) es inspirada por Hitler, que concede el título de ario honorario al Gran Mufti de Palestina, Haj Amin al-Husseini. Todavía en buena parte de los intelectuales y políticos palestinos late una simpatía por los nazis, a pesar de que Hitler acabara describiéndolos como un pueblo de “semisimios ansiosos de experimentar el látigo”. (Stefan Wild, 1985. “National Socialism in the Arab near East between 1933 and 1939”).
Al reconocer a Jerusalén como capital de Israel, el presidente Donald Trump concede a la política exterior de Estados Unidos el mérito de lo obvio. Como era de esperar, Trump ha sido acusado de cancelar el papel de Washington en cualquier negociación y provocar la violencia de los palestinos. Lo primero es una falacia: sin los americanos no hay solución del conflicto en Palestina. (De hecho, sin los americanos no hay solución de ningún conflicto). Lo segundo es una perogrullada: la violencia es la única seña de identidad que los corruptos e ineptos líderes palestinos pueden ofrecer a su pueblo.
Cierto que con este paso Estados Unidos adopta una posición asimétrica a favor de Israel en la búsqueda de la paz. Ya era hora. Los palestinos han perdido más de una gran oportunidad para tener su estado. Bajo la creciente influencia de Irán probablemente van a perder la siguiente. A menos que recobren el sentido común.
Fuente: ElNuevoHerald
Por Andrés Reynaldo