- Tengo la certeza de que hay cuentos de Carver que suceden a diario o, contado de otra manera, tengo la certeza de que no hay día en que algo remita a un cuento de Carver.
- Todos somos hijos de Kafka. No hay criatura en este mundo que no lo sea en algún momento del día. En las pesadillas somos hijos de Lovecraft. En las barras de los bares es Bukowski el padre al que debemos dirigirnos. Cuando leemos vamos soltando unos padres y adoptando otros. Me refiero a la literatura grande, la que se impregna. La otra es una cosa bastarda, un cosa amena que entretiene la llegada de la familia. La idea de un padre puede ser canjeada por la de madre. Es más: siempre sentí más apego sentimental por la idea de madre. En los libros, en la vida, son las madres las que abren el camino que luego uno se esmera en recorrer. Al padre se le tiene siempre, pero no merece los mismos agasajos. Lamentablemente uno ha ido mucha literatura masculina. La hay a espuertas, haciendo que la otra no se advierte con la misma grandeza. El mundo editorial - y no solo el editorial - ha sido un mundo de hombres. Falta James Brown adornando lo que digo. Yo siempre fui más de Aretha Franklin. Es curioso que en la música la mujer haya escrito páginas más gloriosas que en otras artes en las que no ha sido preciso su intervención física. Es el público el que valora qué trasciende, qué no. Yo, que soy el público más a mano al que recurrir, tengo la certeza de que no llegaremos al ideal de que no sepamos quién nos emociona, a qué nombre atribuir el placer que se nos está confiando. Si es macho o hembra, si se ha educado mirando el mundo como James Brown o como Aretha Franklin.
- La única salvación posible está en el arte. Ni siquiera el amor nos salva. El amor es una extensión del arte. Es la belleza la que nos eleva. La miseria del hombre procede de la mediocridad. Es la cultura la que nos salva de la mediocridad. La única salvación posible está en la belleza, en la cultura. El amor es también una forma de cultura. La felicidad consiste en cierto tipo de conciencia sobre la belleza o sobre el amor. Se puede vivir sin estos ingredientes, sin que el amor nos salga al encuentro o lo busquemos nosotros o sin que la cultura, en cualquiera de sus disciplinas o en todas a las que podamos acogernos, sea parte de nosotros mismos, pero no se puede vivir sin la necesidad de belleza. O es un tipo de vida triste. Será entonces, habida cuenta de lo poco prestigiada que está la belleza, un mundo triste el que habitamos. Triste, inculto, feo.
- No sé si es bueno o malo que vayan saliendo las ideas y no las cribe y las registre aquí, sin apenas afinarlas, exentas del mimo que aplico a otras circunstancias de lo mío. De los siete años en los que me ocupo de esta bitácora no ha habido ningún texto del que me haya arrepentido sinceramente. Suelo no leer lo que escribo. Esta indolencia mía hacia lo que se me supone propio hace que siga escribiendo. No me gusta releer lo que escribo. Cuando lo he hecho he pensado que no me pertenece. Por eso no he tenido el valor de hacer textos largos. Porque requieren una madurez. Porque precisan del concurso de la paciencia o del acto de presencia del orden. Será muchas cosas, y es posible que alguna no sea mala del todo, pero no soy ordenado.
- Moby Dick. Releo de vez en cuando Moby Dick. Ninguna lectura me recuerda a la anterior. Es como si entrara por primera vez. Así debería ser el amor. Una especie de Moby Dick del corazón. Entrar y sentir que nunca ha estado uno en ese sitio.
- Tengo un amigo, al que llamo hermano con absoluta convicción en la mentira, al que le encantan los faros. Me ha hecho amarlos también. Imagino que no a su manera. No los miro con la misma intención. No caigo en el vicio que agita su pecho y que le hace sentirse pleno cuando los observa, pero entiendo a qué se entrega, comprendo que está fabulando, componiendo un capítulo de una novela o una escena de un cuento o un sueño volcado al día. Y el mar, en ese sentido narrativo, coopera como nada pueda hacerlo.
- Escribo cada vez menos poesía, escribo cada vez menos cuentos, escribo cada vez menos de lo que empecé escribiendo, cuando escribir era crear. Ahora no sé qué es. En cierto modo he perdido esa afición quizá un poco inconveniente de las etiquetas y he ganado en libertad, en la facultad de crear sobre lo que se me antoja sin caer en consideraciones de pertinencia o sin pensar en demasía en si conviene el estilo o estará bien a ojos de alguien. Escribo para que se me lea, por supuesto, pero podría prescindir del lector, el hipotético, el que está ahí, tú, ahora, forzado a pensar en lo que yo pienso ahora. Los que escribimos - no me atrevo a darme ya esa consistencia fonética y semántica que acarrea la palabra escritor - tenemos esa virtud: la de colarnos en las cabezas de los demás, la de hacer que otros, sin que estemos de por medio, tenga en consideracion lo que se nos va ocurriendo. Yo mismo, anoche, anduvo emboscado en unos cuentos de Poe. Llevo toda la vida ahí dentro y ni conozco al buen hombre.
- No se apremia uno por medrar, no se obceca, no lo considera en esencia un norte sobre el que conducirse. En todo caso, confiamos en el azar, le dejamos al azar la escritura de ese proyecto de vida. Las veces en que uno alcanza un logro relevante no es por obra exclusiva del talento o del trabajo, pensamos. El azar intercede, el azar se involucra. Y cuando fallamos, cuando no alcanzamos esa cima, pensamos que no lo desbarató nuestro escaso talento o el ineficaz trabajo sino el azar. Y vivimos felizmente delegando todo a esa criatura falible, voluble, maravillosa a veces y lamentablemy triste otras.