A la hora de abordar una producción como Ocho apellidos vascos, es dificil hacerlo sin tener en cuenta el inmenso éxito de que sigue gozando en la actualidad en taquilla, lo que viene a reiterar que en el cine no existen fórmulas que garanticen la rentabilidad. A veces, películas de modestas pretensiones, como la que nos ocupa, resultan ser un éxito sin precedentes gracias al boca a boca. Y en este caso es doblemente extraño, pues, a la modestia de sus pretensiones, trata un tema que actualmente no está tan de plena actualidad como hace algunos años: el conflicto vasco, aunque, eso sí, lo hace desde una perspectiva humorística.
Lo primero que queda claro cuando uno empieza a ver Ocho apellidos vascos es que esta es una película de estereotipos: los vascos son orgullosos, bordes y antisociales y los andaluces son vagos, graciosos y juerguistas. Partiendo de esta premisa, el guión, por llamarlo de alguna forma, trata de hilvanar la relación amorosa entre una chica del País Vasco profundo y un sevillano de pura cepa: el típico argumento de que los polos opuestos se atraen. Tras un breve prólogo en el Sur, la historia se desplaza al País Vasco. El punto de vista que adopta Martínez-Lázaro casi todo el tiempo es de Rafa (el sevillano), con quien pretende que se identifique el espectador. Nada más entrar con el autobús al territorio hostil norteño, surgen nubes de tormenta y empieza a diluviar con fuerte aparato eléctrico, como si el muchacho estuviera entrando en el Mordor de El señor de los anillos. Lo más sangrante es que se ha querido abordar la excepción vasca desde un punto de vista cómico (no son los primeros que lo hacen, ya lo hacía el programa ¡Vaya semanita! hace bastantes años y usando un humor mucho más caústico), optando por una combinación de humor de teleserie y monologuista. Un híbrido un tanto indigesto que le hace a uno preguntarse donde está el secreto de tanto éxito. Apenas hay momentos reseñables más allá del contenido ilustrado de un chiste de Los Morancos sobre las Vascongadas y sus entrañables habitantes, haciendo un repaso por los tópicos más manidos: la lucha callejera, el nacionalismo, las cuadrillas, la dificultad para ligar con las vascas, las comidas copiosas..., de una manera atropellada y obviando grandes incongruencias internas, que podrían perdonarse si la película tuviera gracia.
Así pues, si hubiera que buscar alguna explicación al fenómeno Ocho apellidos vascos, yo apostaría por una sabia traslación del lenguaje televisivo a la gran pantalla, un lenguaje simplificador de la realidad que es lo que suscribe la mayoría del público. Un discurso repleto de lugares comunes y chistes fáciles que todos hemos escuchado ya alguna vez, pronunciados por actores de moda (en el caso de Daniel Rovira, más bien recitados, como si estuviera viviendo uno de sus monólogos; la actuación de Clara Lago y Karra Elejalde está a años luz de la de sus compañeros). Que un despistado muchacho del Sur. que nunca ha salido de su tierra, llegue a un pueblecito de Euskadi y esa misma noche se vea liderando una jornada de kale borroka, puede tener su gracia, pero solo si los guionistas no toman vacaciones y conciben una cadena de sucesos medianamente coherente. Al final todo se reduce a poner a un sevillano a engañar de la manera más burda a unos vascos retratados como unos auténticos mentecatos. Si la película sirve para mostrar cuan absurdos son los nacionalismos y los regionalismos y cuan ignorantes son los españoles respecto a sus propios vecinos, al menos algo habremos ganado.