Una guerra fratricida, con criminales en ambos bandos
y mucha gente inocente víctima de las atrocidades
cometidas por terceras personas, donde no faltaron los ajustes de cuentas,
las venganzas personales, los viejos pleitos, las deudas, las rencillas de familia.
En este caso, una localidad, distante de la capital unos 30 kilómetros
por la carretera de Extremadura, tomada por los del bando nacional
y las posteriores represalias hacia los que mostraron lealtad
al sistema republicano.
Había
pasado el día encerrado junto a más gente en aquel sótano húmedo y sombrío.
Allí se enteró de todo. Al parecer, algunos habían hablado con los que acababan de tomar el pueblo, donde no faltaban algunas decenas de falangistas, y empezaron a decir nombres que
fueron apuntando en una lista. El maestro fue uno de los primeros en ser
detenido. Fueron a por él y lo sacaron de su casa a golpes y empujones. A
Lorenzo, el del bar, lo mataron allí mismo como a un perro. Cuando fueron en su
busca se hizo fuerte con un cuchillo detrás de la barra y dijo a los
falangistas que entraron “si tenéis huevos, venid vosotros a cogerme. Yo no me
entrego.” Allí mismo lo frieron a tiros, delante de todo el mundo. También se
llevaron después de destrozarle todo el negocio a Luis el de la Flora. Con lo
que le había costado montar la tienda de “coloniales”. A este y a otros los condujeron
a la parte alta del pueblo. Sabía perfectamente que no los volvería a ver.
En aquel
sótano frío, cerca de los
soportales de la plaza, una vieja cueva excavada en el subsuelo a modo de
bodega, una de las muchas que había por el pueblo, pasó varias horas. No sabía
cuántas. Había perdido la noción del tiempo,
porque en aquel lugar no entraba un rayo de luz de la calle. Un sótano
húmedo y oscuro y que sin embargo no le
impedía que su cuerpo fabricara un sudor nervioso producto del miedo y
no del calor, que hacía que se le pegara la camisa al cuerpo, produciéndole una
incómoda tiritona.
Pisoteado,
vejado, humillado, reducido a la mínima expresión de ser vivo, convertido en
una cosa, en un objeto, entre restos de sangre reseca y olor acre a ropa sucia,
a orina, a sitio mal ventilado.
Los
insultos y los golpes, el aislamiento, el miedo al dolor y a morir, habían
logrado su cometido: privarle de su dignidad, de su condición humana,
degradarle, destruirle psicológicamente, aniquilarle, convertirle en un
guiñapo, en una piltrafa, en un trozo de carne derrotada que ya no le
pertenecía a él sino a sus verdugos.
Ahora
quedaban muy lejos los proyectos, los planes de futuro que había ido trazando
con su mujer desde hacía unas pocas semanas, aquella nueva casa a la que se
iban a trasladar muy pronto, en cuanto
los campos, expropiados no hace mucho en virtud de la Reforma Agraria
ahora abortada, empezaran a dar el fruto esperado de tanto esfuerzo, de tantas
ilusiones, de tantas horas de trabajo que en ellos habían invertido. Pero el
recuerdo quedaba empañado por la cruda realidad. El dolor y el miedo le
hicieron volver al presente del que no esperaba nada bueno.
Sabía
que de esta no iba a salir vivo. Casi deseaba que todo terminara cuanto antes,
que le sacaran de allí de una vez y que pusieran fin a este suplicio.
En todo
el rato que estuvo allí no había probado bocado, ni agua tan siquiera. A los
demás se los fueron llevando de allí de uno en uno, de dos en dos. Luego le
tocó su turno. Él fue el último de los que apresaron ese día.
- Todos los rojos de mierda como tú vais a
acabar así. Vuestras mujeres y vuestros hijos van a lamentarlo.
Les esperan muchos días malos, mucho sufrimiento, muchas penalidades. Van a
pagar por todo lo que habéis hecho. Ahora ponte de rodillas y suplica por tu
vida. Vamos. A qué esperas. No tienes cojones ahora para ponerte gallito
¿verdad?
Maniatado y de rodillas ante la zanja abierta aún tuvo tiempo de pensar por un instante en los suyos, en lo desamparados que iban a quedar a merced de estas alimañas hambrientas. Cristianos que no entienden de compasión ni de perdón. Tuvo ganas de llorar. No por él, sino por los suyos. Pero fue incapaz de fabricar nuevas lágrimas. Luego oyó una orden tras la que sobrevino una descarga de fusiles, acompañada de un golpe seco, de un crujido. Y una nube espesa, llena de oscuridad y muerte, irrumpió en su cabeza. Después todo fue silencio.
El sol rojizo comienza a ocultarse en el horizonte. Cae la tarde. Fragmento de un capítulo de "En la frontera", un pdf de descarga gratuita.
