Revista Cultura y Ocio

Octubre, 1936 ( y 2)

Por Cayetano
Octubre, 1936 ( y 2) Una guerra fratricida, con criminales en ambos bandos  y mucha gente inocente víctima de las atrocidades  cometidas por terceras personas, donde no faltaron los ajustes de cuentas,  las venganzas personales, los viejos pleitos, las deudas,  las rencillas de familia. En este caso, una localidad, distante de la capital unos 30 kilómetros  por la carretera de Extremadura, tomada por los del bando nacional  y las posteriores represalias hacia los que mostraron lealtad al sistema republicano.  Había pasado el día encerrado junto a más gente en aquel sótano húmedo y sombrío. Allí se enteró de todo. Al parecer, algunos habían hablado con los  que acababan de tomar el pueblo, donde no faltaban algunas decenas de falangistas, y empezaron a decir nombres que fueron apuntando en una lista. El maestro fue uno de los primeros en ser detenido. Fueron a por él y lo sacaron de su casa a golpes y empujones. A Lorenzo, el del bar, lo mataron allí mismo como a un perro. Cuando fueron en su busca se hizo fuerte con un cuchillo detrás de la barra y dijo a los falangistas que entraron “si tenéis huevos, venid vosotros a cogerme. Yo no me entrego.” Allí mismo lo frieron a tiros, delante de todo el mundo. También se llevaron después de destrozarle todo el negocio a Luis el de la Flora. Con lo que le había costado montar la tienda de “coloniales”. A este y a otros los condujeron a la parte alta del pueblo. Sabía perfectamente que no los volvería a ver. En aquel sótano frío,  cerca de los soportales de la plaza, una vieja cueva excavada en el subsuelo a modo de bodega, una de las muchas que había por el pueblo, pasó varias horas. No sabía cuántas. Había perdido la noción del tiempo,  porque en aquel lugar no entraba un rayo de luz de la calle. Un sótano húmedo y oscuro y que sin embargo no le  impedía que su cuerpo fabricara un sudor nervioso producto del miedo y no del calor, que hacía que se le pegara la camisa al cuerpo, produciéndole una incómoda tiritona. Pisoteado, vejado, humillado, reducido a la mínima expresión de ser vivo, convertido en una cosa, en un objeto, entre restos de sangre reseca y olor acre  a ropa sucia,  a orina, a sitio mal ventilado. Los insultos y los golpes, el aislamiento, el miedo al dolor y a morir, habían logrado su cometido: privarle de su dignidad, de su condición humana, degradarle, destruirle psicológicamente, aniquilarle, convertirle en un guiñapo, en una piltrafa, en un trozo de carne derrotada que ya no le pertenecía a él sino a sus verdugos. Ahora quedaban muy lejos los proyectos, los planes de futuro que había ido trazando con su mujer desde hacía unas pocas semanas, aquella nueva casa a la que se iban a trasladar muy pronto, en cuanto  los campos, expropiados no hace mucho en virtud de la Reforma Agraria ahora abortada, empezaran a dar el fruto esperado de tanto esfuerzo, de tantas ilusiones, de tantas horas de trabajo que en ellos habían invertido. Pero el recuerdo quedaba empañado por la cruda realidad. El dolor y el miedo le hicieron volver al presente del que no esperaba nada bueno. Octubre, 1936 ( y 2) Sabía que de esta no iba a salir vivo. Casi deseaba que todo terminara cuanto antes, que le sacaran de allí de una vez y que pusieran fin a este suplicio. En todo el rato que estuvo allí no había probado bocado, ni agua tan siquiera. A los demás se los fueron llevando de allí de uno en uno, de dos en dos. Luego le tocó su turno. Él fue el último de los que apresaron ese día. - Todos los rojos de mierda como tú vais a acabar así. Vuestras mujeres y vuestros hijos van a lamentarlo. Les esperan muchos días malos, mucho sufrimiento, muchas penalidades. Van a pagar por todo lo que habéis hecho. Ahora ponte de rodillas y suplica por tu vida. Vamos. A qué esperas. No tienes cojones ahora para ponerte gallito ¿verdad?
Maniatado y de rodillas ante la zanja abierta aún tuvo tiempo de pensar por un instante en los suyos, en lo desamparados que iban a quedar a merced de estas alimañas hambrientas. Cristianos que no entienden de compasión ni de perdón. Tuvo ganas de llorar. No por él, sino por los suyos. Pero fue incapaz de fabricar nuevas lágrimas. Luego oyó una orden tras la que sobrevino una descarga de fusiles, acompañada de un golpe seco, de un crujido. Y una nube espesa, llena de oscuridad y muerte, irrumpió en su cabeza. Después todo fue silencio.
El sol rojizo comienza a ocultarse en el horizonte. Cae la tarde. Fragmento de un capítulo de "En la frontera", un pdf de descarga gratuita.

Volver a la Portada de Logo Paperblog