En octubre vino al mundo mamá. En un amanecer de octubre se ha marchado de él. En octubre, hace dos años, lo dejó su hijo Antonio, mi hermano. Cuando estaba en el hospital junto a mamá, acompañándola en los seis días que duró su agonía, vino a mí este poema de Robert Frost. Lo leí en el acto de despedida durante el velatorio, entre las notas de violín —que hacían presente a mi hermano— de una pieza de Shostakovich.
OCTUBRE — (Robert Frost)
Oh, silenciosa y plácida mañana de octubre,
tus maduras hojas presienten su caída.
El viento de mañana, si sopla fuerte
acabará con todas ellas esparcidas.
Los cuervos claman en lo alto del bosque;
puede que mañana se agrupen y emprendan la salida.
Oh, silenciosa y plácida mañana de octubre,
alumbra las horas de hoy perezosamente.
Haz que este día sea menos fugaz, a nuestros ojos.
Ya sé que los corazones se prestan gustosos al engaño,
embaucándonos como tú sabes.
Deja caer una hoja al amanecer, al mediodía libera otra;
una que caiga de nuestro árboles, la otra de más lejos.
Haz que el sol extraiga la levedad de la bruma;
cautiva a la tierra con tus amatistas.
¡Despacio, despacio!
Compadécete del temblor de la vid, al ver todas sus uvas
con las hojas consumidas a causa de la helada,
y la gloria de sus racimos condenada, asimismo, a perecer.
Compadécete del temblor de la vid
que pende del muro.