Llega, al fin, octubre, el mes que nos conduce directamente al otoño, aunque este comenzara oficialmente a finales de septiembre. Es octubre cuando de verdad los bosques amarillean, las nieblas acarician los valles y las tardes languidecen temprano para que los venados exhiban su furor amoroso berreando por collados y vaguadas. Las nubes flotan sobre los cerros cual coronas de algodón y las hojas viajeras abandonan la inmovilidad arbórea para surcar riachuelos y acompañar el concierto de las ranas. El frescor mañanero y las primeras lágrimas de rocío hacen brotar setas y hongos diseminados por el terreno o entre las raíces y el tronco arropado de musgo de encinas, pinos y robles. El ambiente se torna progresivamente gris y el aire se llena de humedad para anunciar que la nueva estación que nos visita nos aclimatará al invierno e inseminará la flora de cara a la próxima primavera. Por eso octubre y otoño comparten algo más que esa "o" inicial del nombre, comparten la esperanza de un nuevo ciclo que ellos auguran con el signo incompleto de una exclamación: ¡O!