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Observando la vida
Mi abuela materna tenía el pelo ralo, bastante negro para su edad y muy largo. Se lo peinaba recogido en un moño, el típico moño de abuela. Yo nunca la vi salir a la calle aunque andaba perfectamente sin ayuda de bastón. Un día se cayó en su casa y le tuvieron que escayolar un brazo. Durante ese tiempo yo iba a peinarla.
- Abuela, que yo no sé hacerte el moño.
- No importa. Péiname bien todo el pelo y me lo recoges como puedas.
- Una trenza como las que me haces tú sí sé hacerte.
- Vale, pues hazme una trenza.
Y así fue como vi por primera vez el pelo tan largo que tenía mi abuela. Nunca se lo había cortado y le cubría toda la espalda. Con el pelo perfectamente recogido resplandecía su amplia frente, su cara ancha y sin arrugas y sus ojos pequeños y cansados con el mirar de las personas que están acostumbradas a ver mucho y callar bastante. Llevaba vestidos de color oscuro que le llegaban casi hasta los tobillos y siempre se ponía un mandil negro recién planchado, no se lo colgaba del cuello sino que lo sujetaba con dos imperdibles. Parecía una gran matrona, transmitía quietud y bondad aunque también inspiraba respeto. Se pasaba las horas sentada en una silla baja ante la ventana de la sala de su casa. Desde allí veía los que iban o venían de la iglesia, los que pasaban con los cántaros de agua, los que cogían el autobús de línea para ir a la ciudad, las mujeres con sus baldes de ropa camino del lavadero, los niños que con su cabás iban a la escuela, los que se encontraban y charlaban un rato o los que parecían tener prisa y pasaban como una exhalación. Tenía al lado un cesto de mimbre lleno de ropa que ella cosía sin descanso. Era nuestra ropa: los calcetines que dejaban ver el dedo, el siete en algún pantalón y algún vestido al que había que coger el bajo.
Es 1 de agosto de 1898, año fatídico de la guerra de Cuba y la independencia de Filipinas. En esa silla baja, ante la misma ventana, está sentada una niña de 8 años ajena al devenir de los acontecimientos históricos del país. Se afana en terminar el pequeño tapiz para regalárselo a sus padres.
Después de comer, arrastra su pequeña sillita hasta la ventana de la sala y, mientras los demás duermen la siesta, aprovecha para avanzar en su tarea. Se olvida del calor y del tedio que flota en el ambiente y aprieta los labios con una fijación extrema cruzando las puntadas y contando los hilos para que el dibujo le salga perfecto. Con su pequeño cuerpo inclinado sobre la labor resalta su pelo negro y brillante recogido en dos trenzas con lazos blancos. El traqueteo obstinado de un carro le obliga a alzar la vista y se encuentra con el polvo que levanta al pasar. Sus ojos vivos y muy expresivos contrastan con la seriedad de su gesto que está en sintonía con su vestido azul oscuro.
El viento caliente tiñe el cielo de gris hasta que un trueno quiebra la tranquilidad de la tarde y la luz serpenteante rasga el firmamento. Aparecen las primeras gotas de lluvia que impregnan el ambiente con el olor de la tierra húmeda. Se está preparando un nublado. Los jornaleros, que no pueden seguir trillando en la era, regresan y tienen que atar los caballos y mulas en las cuadras porque están muy nerviosos de tanto tronar el cielo. El ama de llaves, que casi siempre acierta en sus predicciones sobre el tiempo, sólo da vueltas por la casa muy agitada a la vez que asegura las contraventanas para que no se golpeen. Se está llevando a cabo una tala de olmos centenarios, encinas y robles para dejar limpio el cauce del arroyo y despejar las riberas. Pronto el estampido producido en las nubes por una fuerte descarga eléctrica rasga los cielos y cae un diluvio que rápidamente inunda lo que por su aridez y sequedad es impensable imaginar. Se va acercando un sordo rumor que retumba por todo el valle. La lluvia torrencial que arrastra piedras, lodo y troncos desde lo alto del monte desborda el pequeño Arroyo de los Pastores que cruza el pueblo a la vez que lo va anegando todo.
La niña escudriña desde la ventana lo que pasa ante sus ojos y no puede creer que las casas cercanas al arroyo estén inundándose y algunas empiecen a derrumbarse. Se queda paralizada como si un presentimiento de catástrofe la sobrecogiera. Un estrépito le hace saltar de su silla y ve cómo los troncos recientemente talados embisten contra las casas como arietes medievales demoliendo el duro adobe castellano. Las viviendas son arrastradas dejando tras de sí un panorama desolador: enseres impulsados como barquitos de papel, aperos de labranza saltando como si tuviesen vida propia, animales domésticos y cuerpos de personas que no pueden mantenerse a flote y que la corriente arrambla valle abajo hasta la vega del Pisuerga. El pueblo entero parece que va a quedar sumergido.
Todos los de la casa están inquietos y muy asustados al oír el agua que golpea la puerta de entrada y que empieza a filtrarse. Ante la imposibilidad de guarecerse de la lluvia sin correr peligro, se precipitan escaleras arriba oyendo el chocar de muebles al ser arrastrados en la planta baja. Por la buhardilla salen al tejado y a pesar de lo peligroso que resulta sostenerse, allí se quedan empapados y anhelantes. Desde esa atalaya son conscientes por primera vez de las dimensiones de la tragedia. El poder del agua sin control se les muestra con toda su virulencia y los deja atónitos. Les llegan gritos aterradores mezclados con ruidos estruendosos mientras el agua engulle todo lo que encuentra a su paso. Los hombres duros del campo hechos a las inclemencias del tiempo mantienen un amargo rictus en el rostro y lágrimas silenciosas resbalan por el semblante de las mujeres que intentan calmar a sus pequeños. Todo empieza a estar envuelto en tinieblas. La inquietud es cada vez mayor y tienen que hacer un esfuerzo supremo para no moverse hasta que amanezca y puedan ver el nivel del agua.
Una niña de siete años, agotada y sin fuerzas, se escurre del brazo de su madre y rueda por el tejado. Todos oyen el golpe de su cuerpo al chocar con el agua.
Después de una larguísima noche se presenta la mañana más triste que el pueblo de Villamediana pueda recordar, una mañana envuelta en barro, destrucción y muerte que los vivos reflejan con tan horrible aspecto que parecen muertos vivientes. ___________________
Sobre mí
Nací en el mismo lugar que mis progenitores y demás ascendientes. Crecí entre inmensos campos de trigo, destellos irisados de las minas de yeso, el dulce sabor del mosto una vez pisada y prensada la uva y el aroma envolvente del romero, el tomillo y el espliego. En la adolescencia descubrí mi pasión por la lectura y me enamoré de las palabras. Me hubiera gustado ser un Juglar Medieval para ir de pueblo en pueblo como Contador de Historias. Al pertenecer a otra época he encontrado acomodo en el blog Observando la vida dentro de este sistema virtual llamado blogosfera. Me gusta observar la vida que late en flashes momentáneos, las emociones que afloran con los recuerdos, la mirada reflexiva sobre el acontecer de un instante, el placer de la buena compañía, la soledad junto a un buen libro, las palabras hermosas, los versos que rozan la piel y sobre todo, sonreír a la vida. Blog de Pilar: Observando la vida