
© Pedro Jaén
(@profesorjaen)
Por desgracia, se inventa la Historia, se instrumentaliza el lenguaje -con falsificación semántica- y cómo no, la gente se pone la careta: bien como instrumento para hacer algún daño, como medida de defensa o para suplir alguna carencia.
El caso es que con la cierta serenidad que va uno alcanzando -a pesar de mi juventud, modestia aparte-, valoro por encima de todas las cosas y cada vez más la mirada limpia y la sonrisa sincera que tan pocas personas siguen regalando a cambio de nada en este imperio global del postureo y el bienqueda.
Es verdad que en la adolescencia, las amistades adquieren un valor transcendental, al ayudar a forjar la personalidad y ayudar al progresivo 'desligue' del nido paterno. Pero en la edad adulta, con hijos, con obligaciones, con trabajo... es cuando esas auténticas y eternas amistades se saborean en cada ratito como un buchito de brandy del Condado. De esos que pican en la garganta lo justo, hacen cuerpo y endulzan el alma. Como esa conversación de pocas palabras en la que los amigos se sabe que siguen ahí, en las duras y en las maduras. Las buenas personas que nos pone Dios por delante. Que ya puede haber Puigdemonts, CUPs, corruptos, atentados terroristas, basura informativa y bombardeo mediático, el amigo está ahí, en la vida que de verdad importa. La vida que se vive y de la que no se habla, la que se lleva uno a la cama cuando cierra los ojos al terminar el día.
En fin... Que me gustan las personas transparentes que hablan igual en público que en privado. Se echan en falta y se agradecen en todos los ámbitos. Las que llaman a las cosas por su nombre y siempre ayudan a construir. Las que van de frente.