A veces uno tiene la sensación que del conjunto de las opiniones vertidas en algo tan simple como este bloc de notas cinéfilas más que cinematográficas (y me pongo como ejemplo siguiendo la buena conseja que recomienda poner al burro delante para que no se espante), puede derivarse una mala impresión de intolerancia y exigencia de lo sublime, cuando ello no es cierto y la prueba está en el placer tranquilo que uno halla en muchas ocasiones en productos que no alcanzan a aparecer en este sitio más que nada porque su visionado, siendo agradable, no es inspirador de ideas que a priori pueda parecer dignas de los amables lectores que por aquí comparecen regalando su estimable tiempo de ocio.
Dicho de otro modo: a uno, aunque no lo parezca a veces, le gustan también esas películas que nunca tuvieron la pretensión de ser grandes obras maestras, ni maestras, ni siquiera grandes. Simplemente obras, entendidas en su esencia etimológica de fruto del trabajo; bien hecho, eso sí.
El trabajo de los que llamamos artesanos del cine, tipos como el recientemente fallecido Ronald Neame, cineasta que conoció muy a fondo todas las labores cinematográficas que dan su fruto en pantalla ya que desde muy joven se inició en el mundo del cine británico y se ocupó de distintas labores -y todas importantes- antes de decidirse a tomar las riendas de director.
Sin destacar especialmente por su brillantez, podríamos decir que el trabajo cinematográfico de Neame fue sólido como resultado de su experiencia en todos los campos en que desarrolló su larga labor cinematográfica.
Una de sus películas más conocidas es la versión cinematográfica de una novela superventas que conoció su éxito a primeros de los setenta del siglo pasado: el ya conocido Frederick Forsyth (al que ya dedicamos un examen) supo obtener la atención del público con una aventura en torno a una supuesta organización formada por ex miembros de las tristemente famosas SS de la época nazi de los alemanes, y esa organización se llamaba Odessa y con ese título se presentó en España la película dirigida por Neame que en su versión original se titula The Odessa File (1974)
La película sigue con bastante fidelidad la trama narrada en la novela en la que vemos como un periodista independiente, Peter Miller (Jon Voight), descubre por casualidad el rastro de un famoso dirigente de las SS que cometió genocidio en el campo de Riga, un tal Eduard Roschman (Maximilian Schell) y se dedicará a investigar el paradero del criminal en una aventura que llevará al protagonista a recorrer parte del país incluso infiltrándose en la organización en busca de su objetivo.
La película, rodada en un fantástico (y muchas veces añorado) formato panorámico, permite a Ronald Neame demostrar que todavía se acordaba de usar una lente difícil y ya desde el inicio se aplica con fuerza en planos medios sin temor, encuadrando con soltura y moviendo la cámara con diligencia, manteniendo el ritmo de la narración sin dificultad, consiguiendo que las dos horas que dura la película pasen como si nada, en buena parte gracias al guión escrito por Kenneth Ross y George Markstein que con inteligente pragmatismo se dedican a conservar los elementos más cinematográficos de una novela de aventuras muy bien escrita, como las de hace cuarenta años, con un lenguaje oportuno y unas ideas muy claras, sabiendo captar la atención del lector aportando sucesos, actos y hechos y dejando que las elucubraciones las hiciera el propio lector.
Neame se aplica el cuento y presenta los hechos que narra la novela, dejando que sea el espectador el que se asombre y escandalice por lo que ve y oye en una economía de estilo cinematográfico austero y pragmático que va al grano y se deja de florituras.
La acción es iniciática aunque evidentemente no tanto como en la novela por la necesidad de recortar, pero yo, que leí la novela antes de ver la película, siempre he tenido a Odessa por un buen ejemplo de traslación de novela a película.
Ayuda el buen trabajo realizado por un protagonista entonces bastante famoso que carga sobre sus hombros el peso de todas las escenas y unos secundarios más que eficaces : Maximilian Schell, como es lógico, aprovecha sus escasos minutos de forma asombrosa dando un recital de categoría una vez más, y un casi oculto y disfrazado Derek Jacobi demuestra (en v.o, claro) su solvencia en apenas una escena.
No sé si ni la novela ni la película resultarán conocidas a los amables lectores que por su juventud hayan carecido de la oportunidad de la novedad, pero en cualquier caso, diría que ambas pertenecen a una clase de producto mezcla de entretenimiento y cultura que en más de una ocasión parecen en vías de extinción porque los sucedáneos que deberían sustituirles no alcanzan, en mi opinión, el mismo nivel de eficacia y dignidad de la obra simple pero bien hecha.
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