Luís Pousa, mi compañero a menos de un metro en la retaguardia de Sabón, dedica su último artículo a esa creciente masa popular que odia estos días de tregua en los que no paramos de felicitarnos los unos a los otros. Copio, pego y disfruto:
Queridos odiadores de la Navidad
Hemos evolucionado tanto en nuestra decidida ruta a la nada que uno casi tiene que pedir disculpas por admitir que le gusta la Navidad. Si sueltas que, hombre, tampoco está tan mal esta tregua de dos semanas que los occidentales nos concedemos para descansar de nuestras rencillas y nuestros agravios, desde las filas de los intensitos militantes y los ofendiditos de guardia te replican que, claro, será porque eres un hipocritilla consumista al que se la suda la huella de carbono del alumbrado navideño y al que ni siquiera le quita el sueño que la niña Greta, coitadiña, llore por las noches en su catamarán.
Los odiadores de la Navidad se creen que son ultramodernos. Ignoran que esa aversión es más antigua que las pedreas de Doña Manolita. El primero que renegó de la Navidad —de verdad, no de boquilla— fue Herodes, que se puso muy nervioso al saber por los Magos de Oriente que había nacido un niño al que los judíos adoraban como rey. A Herodes, como a todos los mediocres que llegan por meritocracia inversa a lo alto del escalafón, le daban pánico el talento y la libre competencia, así que, para despejar dudas, ordenó ejecutar a todos los recién nacidos.
A eso lo llamo yo detestar la Navidad. Solo un cutre imitador de Herodes —un Herodes que tenga tanto de Herodes como tienen de Elvis esos Elvis casamenteros que se multiplican en los moteles de Las Vegas— se molestaría en aborrecer nimiedades como las cenas de empresa, los… [+] La Voz de Galicia