De tanto propalar el odio o el rechazo al inmigrante, sin reconocer que ello es consecuencia de una actitud xenófoba o abiertamente racista, y la insistencia en destacar supuestas diferencias raciales, culturales, religiosas o lingüísticas para convertirlas en señas de identidad que nos distinguen o hacen superiores de otros, como pretende todo nacionalismo excluyente que usurpa el nombre y la voz del pueblo, se acaba desembocando en la tergiversación o la reinterpretación de la propia historia cuando ésta no coincide con la idea de país, patria o identidad que habíamos imaginado o pretendían imponernos los agitadores del populismo más insolidario y manipulador. Alcanzado este punto de exaltación, no resulta extraño que los más interesados en reescribir el relato histórico consideren que hechos o personajes que transformaron el mundo, ensanchando sus límites y ampliando los conocimientos, no merezcan el reconocimiento y la honra de quienes, en la actualidad, hablamos o vivimos en los espacios y la cultura que nos legaron, para bien antes que para mal.
Así, imbuidos en la cerrazón de la intolerancia y el fanatismo, se puede llegar a derribar estatuas, como ha pasado con la de Cristóbal Colón, erigida en 1973 en la ciudad de Los Ángeles, en el progresista estado de California de Estados Unidos, debido a las “atrocidades” que representa el marinero español, nacido en Génova. Aducen los impulsores municipales de la medida, como justificación, que no desean que símbolos de la conquista española, al parecer vergonzante, permanezcan en calles y plazas, ya que representan “la atrocidad del mayor genocidio de la historia”. Vuelve a resurgir, así, si es que alguna vez se había ido, la vieja “leyenda negra” que desató el descubrimiento de América por parte de marinos del imperio español en el siglo XV. Y vuelve, con renovados bríos revisionistas, a lomos de ese odio que se propala contra el diferente, el foráneo, el otro. Odio, en esta ocasión y este tiempo, a todo lo que signifique ser hispano en los Estados Unidos de Donald Trump, el presidente empeñado en una batalla por la supremacía blanca, protestante y anglosajona, como señas de identidad de su “América, primero”. Empeño extraño en un país forjado por colonos llegados a esas tierras y que no dudaron en reprimir, aniquilar o aislar a las comunidades indígenas que encontraron a su paso, durante su “invasión” de este a oeste.
Habían sido políticos de ascendencia italiana, que no españoles, los que impulsaron el “Columbus Day” en diversas ciudades norteamericanas a finales del siglo pasado, efemérides que aprovechó una asociación de esa nacionalidad, del sur de California, para regalar la estatua del navegante que se ha retirado de un parque del centro de Los Ángeles. En contra de tales actos y de las efigies y placas que hacen alusión al “descubrimiento” de América, existe en EE UU un movimiento revisionista que niega el hecho del descubrimiento por parte de conquistadores españoles, a los que siguieron portugueses, británicos y holandeses, y que, en cualquier caso, consideran a Colón como “el padre fundador del genocidio en el Nuevo Mundo”. Aunque la inmensa mayoría de los historiadores no cuestiona la hazaña del almirante genovés y lo que supuso, aun en la errónea creencia de alcanzar Asia, para la conquista de nuevos espacios que agrandaron el mundo, ningún especialista en Historia considera el descubrimiento de América como una campaña de exterminio o genocidio planificado, a pesar de los destrozos, enfrentamientos y choques culturales que se originaron entre los conquistadores españoles y las poblaciones nativas a la hora de colonizar un vasto territorio que se extendía desde California hasta la Tierra del Fuego.
Quienes persiguen modificar a su antojo la historia, además de derribar estatuas, se verán obligados a cambiar el nombre de muchas de las ciudades del sur de EE UU, incluida Los Ángeles, fundadas por esos conquistadores de los que ahora reniegan, e inventarse un nuevo origen que sea ajeno a su pasado colonial español. Desde San Francisco a San Agustín (la capital de la Florida española), pasando por San Diego o Santa Fé, la huella histórica de la conquista española en América es indeleble, incluso en la nominación de ocho de los 50 estados que conforman el actual EE UU (Colorado, Florida, California, Montana, Texas –Tejas-, etc.). Difícil cometido tienen, por tanto, estos impulsores del revisionismo histórico para elaborar un nuevo relato del papel del antiguo imperio español en América que encaje con su visión victimista de un nacionalismo enemigo de la diversidad y la realidad histórica.
Incluso invocando torticeramente una supuesta intención exterminadora o genocida en la gesta española, los revisionistas verán difícil tergiversar unos hechos acreditados documentalmente por historiadores e investigadores rigurosos en Ciencias Sociales. Entre otros motivos, porque el papel de los tópicos y las leyendas interesadas, al servicio de intereses ideológicos del presente, han sido suficientemente contestados desde la veracidad histórica y la documentación científica. De hecho, la hispanofobia y las exageraciones sobre las iniquidades en la conquista de América por los españoles han quedado demostradas como productos de una propaganda tan antigua como el viejo imperio español, que ya en su tiempo tuvo que enfrentarse, como cabeza del mundo católico, al anglosajón y el mundo protestante. Una propaganda que oculta que mataron más las epidemias, como la de viruela, que las espadas de los españoles. O que el “genocida” imperio español fue pionero en reconocer derechos a los pueblos indígenas y en “modernizar” sus sociedades con hospitales, colegios, iglesias, vías de comunicación, ciudades y una lengua que hoy es patrimonio de más de 400 millones de personas en América, y segundo idioma entre los hablantes de Norteamérica.
Además, llama la atención, en este resurgir de la hispanofobia en EE UU, que la iniciativa para retirar la estatua de Colón de Los Ángeles proceda de un concejal descendiente de una tribu de Oklahoma, un representante de una comunidad indígena que no repara en las masacres de indios causadas en la conquista del Oeste por colonos anglosajones. Ni en la práctica desaparición de pueblos y su cultura, aislados en el mejor de los casos en reservas de confinamiento, sin la oportunidad de fundirse con los conquistadores, como hicieron los españoles a través del mestizaje, incorporando así la cultura indígena a la suya propia y dando lugar a una nueva realidad nacional que se manifiesta en la geografía de Hispanoamérica. No en vano aquel “denostado” imperio español consiguió perdurar durante tres siglos, sin que ningún otro fenómeno expansivo de Europa pueda comparársele, como explica María Elvira Roca Barea en su muy recomendable obra Imperiofobia y Leyenda Negra.
Es lo que tiene dejarse llevar por el odio: que se acaba odiando la propia historia cuando no concuerda con nuestros prejuicios o se la quiere interpretar con los ojos e intereses del presente. Esa ofuscación odiosa no permite comprender que los imperios existen, entre otras cosas, porque proporcionan mejoras a la mayoría de la población en amplios territorios, y son superados cuando éstas empeoran. Por eso, aunque el odio hacia lo hispano sea marca del actual inquilino de la Casa Blanca y de los revisionistas que pretenden reescribir la historia, la realidad es que en el sustrato de la identidad y la cultura de América, incluido parte del territorio de EE UU, se hallan los genes que, queramos o no, nos convierten en herederos de lo que, en palabras escritas precisamente en Los Ángeles, en 1916, por Charles F. Lummis, “fue la más grande, la más larga, la más maravillosa serie de valientes proezas que registra la historia”, cuando se refiere a la exploración de las Américas por los españoles, en su libro Los descubridores españoles del siglo XVI (citado por Roca Barea, M. Elvira, Imperiofobia y Leyenda Negra, pág. 293). Conocer la historia nos permite conocernos a nosotros mismos y evitar las manipulaciones.