Abrió la enorme puerta de hierro y se agachó, trabajosamente, para recoger las bolsas que se apoyaban en su pierna derecha.
Odiaba hacer la compra por la noche. Estaba demasiado cansado para cargar con tanto peso al final del día.
Metió las llaves en el bolsillo de su abrigo y subió los cuatro escalones que lo separaban del descansillo donde estaba la puerta del ascensor.
Se contorsionó de una manera casi imposible hasta apretar el botón de llamada con la mano, a la vez que sujetaba dos enormes bolsas de naranjas y el silencio le hizo entender que el ascensor estaba otra vez “fuera de servicio” y que otra vez, el conserje se había olvidado de poner el cartelito advirtiendo del inconveniente.
Odiaba profundamente al conserje y sus pertinaces olvidos en el campo de la comunicación y sobre todo en el de la limpieza.
Se armó de valor y empezó a subir despacio, escalón a escalón las tres plantas que le separaban de la puerta de su casa.
Al llegar a la primera se decidió a tomar un descanso y puso las bolsas en el suelo. Se quedó mirando a la puerta y recordó el día que se había enzarzado en aquella estúpida discusión con Carola, la viuda que vivía allí y cómo lo había insultado aquella bruja. Estaba convencido que viajaba por la casa en escoba.
Odiaba profundamente a Carola y todos los días, sin olvidarse ninguno, le deseaba fervientemente la muerte.
Algún día se saldría con la suya y la vería muerta.
Volvió a cargar con las bolsas e inició la escalada del primer al segundo piso, en una agónica subida. Al llegar al rellano, sintió que sus fuerzas flaqueaban en serio y soltó las bolsas sin apenas agacharse.
Una naranja rebelde se deslizó suavemente por la escalera y cogió velocidad a medida que ganaba peldaños. Deseó con todo su corazón, que terminara en los dientes del olvidadizo conserje, así sin pelar ni nada, con todo el impulso que llevaba en esos momentos.
Miró la puerta del segundo y se imaginó a la descocada Elvira bailando con los pechos al aire y aquellas zapatillas de ballet por el salón. Aquellos bailes suyos eran lo único agradable que había en todo el edificio y él tenía butaca en primera fila desde la ventana del cuarto de baño que daba al patio interior y que ofrecía una panorámica perfecta del salón de Elvira. Ella practicaba sus pasos de baile desnuda de cintura para arriba y él admiraba aquellas danzas subido en la silla de la cocina que había colocado encima de una mesa auxiliar del salón, que a su vez, había metido en la bañera. Era algo incómodo, pero no importaba, la visión merecía la pena.
Odiaba las mañanas porque ella estaba trabajando y no bailaba.
Levantó la vista y recordó su silueta haciendo delicadas cabriolas; esto le dio fuerzas para hacer un último esfuerzo al cargar con las pesadas bolsas de cítricos y subir los escalones restantes. Sentía el corazón palpitar con fuerza y un insufrible dolor en los dedos aprisionados bajo el plástico que amenazaba con cortarlos.
Culminó su ascensión y soltó sin contemplaciones las dos bolsas contra el suelo. Buscó las llaves en el bolsillo de su abrigo y se dispuso a abrir la puerta. De repente, escuchó la voz del conserje llamándolo a gritos y preguntándole si era suya la naranja que había en la entrada.
Odiaba profundamente a ese hombre, siempre lo había hecho.
Abrió la puerta, metió las bolsas y cerró sin contestar ni una sola palabra al olvidadizo empleado.
Se quitó el abrigo, fue directamente a su cuarto y se quitó rápidamente la ropa; se quedó en calzoncillos y se puso su batín dorado con cinturón negro.
Como todos los días, inició su ritual nocturno. Empezó a exprimir los catorce kilos de naranjas una a una y a llenar la jarra verde de plástico con el zumo. Tenía que darse prisa ó llegaría tarde al baile de Elvira. Sus manos, todavía temblorosas por el esfuerzo de la escalera, se movían torpes ante la presión que tenían que hacer para sacar el zumo en aquel rudimentario exprimidor manual.
Odiaba aquel exprimidor de plástico que tenía que usar todos los días para semejante cantidad de naranjas.
Se prometió comprar uno eléctrico algún día.
Iba echando el zumo poco a poco en la jarra y medía meticulosamente la cantidad hasta que el líquido llegaba a la marca establecida por él. Era una marca hecha con rotulador rojo y establecía la cantidad exacta que se necesitaba. Cuando hubo terminado de exprimir la última naranja, echó el zumo en la jarra y consternado observó que no llegaba a la marca establecida.
Corrió a la cesta de la fruta para completar la cantidad, pero ésta estaba vacía. No había ni una naranja más en el cesto. Miró el reloj impaciente y vio que se quedaba sin tiempo.
Odiaba llegar tarde a las cosas que le gustaban.
Ella empezaría en pocos minutos y él no había terminado con aquello. Una indescriptible sensación de inquietud empezó a apoderarse de él. De repente, se acordó de la naranja que había huido de la bolsa escaleras abajo y del conserje llamándolo a gritos.
Sin percatarse de su atuendo, se lanzó a la puerta y empezó a bajar las escaleras gritando el nombre del conserje y reclamándole la naranja perdida.
Cuando llegó a la segunda planta, se encontró con Elvira que estaba abriendo la puerta de su casa. Ella lo miró de arriba abajo con gesto divertido y entró rápidamente cerrando la puerta tras de sí.
Apresuró el paso al bajar los escalones que le faltaban, porque sabía que se quedaba sin tiempo. Ella tardaba apenas unos minutos en ponerse sus zapatillas de puntas, encender la música y quitarse la ropa para empezar a bailar. Él todavía tenía que recuperar su naranja, exprimirla y posicionarse en su palco para asistir al baile.
Llegó a la planta baja y se dirigió rápidamente a la portería. Le preguntó al conserje por la naranja y cuando éste, mirándolo entre extrañado y divertido, le dijo que se la había comido, sintió un profundo odio hacia el hombre. Un odio infinito.
Se giró hacia el ascensor con gesto derrotado y entonces escuchó la voz aflautada del ladrón de naranjas diciendo que el ascensor no funcionaba. Lo había olvidado, con la premura, lo había olvidado.
Sabía que no tendría fuerzas para volver a subir las tres plantas que le separaban de su casa. Sabía que no llegaría a tiempo para presenciar lo único que lo hacía seguir vivo cada día.
Odiaba tener que tomar aquella decisión.
Salió a la calle y aprovechando que pasaba el camión de la basura, se lanzó debajo de sus ruedas.
En la segunda planta, Elvira esperaba paciente a que su espectador llegara a la ventana para empezar su baile. Se sentía bien haciendo feliz al pobre viejo.