Junto a él, esa almohada estaba hecha trizas de un modo casi aterrador, atroz, y no se me habría ocurrido culparle porque esos desgarros eran imposibles para un crío de su edad.
Al verme aparecer no dejaron de castañearle los dientes, ni de temblarle las rodillas. Ni siquiera se movió, quieto como un guardián de piedra entre su fortín de sábanas.- El ratón que dijiste, papá. ¡Vino el ratón!Texto: Enrique Trenado (El hombre de Alabama)