Revista Opinión

Ofenderse, El Nuevo Deporte Nacional

Publicado el 25 agosto 2018 por Carlosgu82

Según el diccionario de la RAE, «Ofender» significa Humillar o herir el amor propio o la dignidad de alguien, o ponerlo en evidencia con palabras o con hechos.
Es, entre otras cosas, un concepto que sirve para mantener dentro de unos límites de cierta corrección las manifestaciones, expresiones y actos que se hacen o dicen públicamente. Hasta aquí todo bien, es lógico y de sentido común que si alguien expresa públicamente ideas racistas, machistas, homófobas, violentas y un largo etc… se use la palabra Ofensa para calificar esas declaraciones.

El problema viene cuando, de pronto, toda idea expresada publicamente es suceptible de convertirse en una ofensa.


Es obvio que cuando alguien, una persona o colectivo, manifiesta una opinión, habrá entre quien reciba ese mensaje quien esté de acuerdo completamente, moderadamente, ligeramente o en desacuerdo absoluto. Por suerte en el mundo hay diversidad de opiniones, sensibilidades y situaciones, pero pensar diferente, o incluso tener una experiencia radicalmente opuesta a la que otra persona expresa, no puede capacitar a nadie para esgrimir la bandera de la ofensa sin más.

Recientemente España se ha convertido en un hervidero de ofensas. De pronto, sobre todo en redes sociales, ya no basta con estar ofendido por algo y así proclamarlo (con todo el derecho, por cierto) sino que ahora «pedir la cabeza» de quien ha ofendido se ha convertido en protocolo habitual y empieza a tener consecuencias sociales graves.

Internet es una herramienta objetivamente útil, nadie podría discutirlo, pero tiene un lado oscuro y terrorífico que se manifiesta en las personas que, a través de sus espacios y redes sociales, se ocultan tras el (relativo) anonimato para crear polémica, bien de un lado o de otro del espectro de lo políticamente correcto. Es decir, o bien se dedican a soltar proclamas ofensivas con el ánimo de suscitar enfrentamiento en redes, o bien se dedican a buscar estas proclamas para reaccionar, movilizar respuestas airadas y censuradoras, dando como resultado una masa ofendida que empieza a tener un peligroso poder en este país.
En este artículo no se citarán casos concretos que han saltado del recinto cerrado de las redes a la realidad de la administración de justicia, porque los hay de todos los gustos y colores, y no es ese el tema de que trata; pero sí se permitirá ahondar en un concepto que parece que se está diluyendo en el mar de opiniones, sensibilidades y situaciones que antes parecía tan positivo y que ahora muestra su cara oculta:

La libertad de expresión

La libertad de expresión es un derecho fundamental consagrado en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.
Según la UNESCO, todas las personas tienen el derecho a la libertad de opinión y de expresión; éste incluye el derecho a mantener una opinión sin interferencias y a buscar, recibir y difundir información e ideas a través de cualquier medio de difusión sin limitación de fronteras.
Por supuesto debe haber un límite a la libertad de expresión, y en este sentido ha habido desde el inicio posturas contrapuestas, cómo no.
Por una parte, el filósofo y político John Stuart Mill establecía como límite la «protección del daño ajeno», es decir, el límite de la expresión se encontraría en el punto en que pudiese dañar física o moralmente a otros (no a uno mismo) y tildaba de absurdo el hecho de tomar de antemano las opiniones propias como buenas, incluso basándose en juicios socio-culturales.
Para Mill, debe existir la máxima libertad de profesar y discutir, como una cuestión de convicción ética, cualquier doctrina, por inmoral que pueda considerarse. Solo esta discusión podría empujar los argumentos esgrimidos hasta los límites lógicos y no solo hasta aquellos que estableciese la vergüenza social.
Por otra parte, Joel Feinberg, también filósofo y político, estableció en contraposición a Mill el «principio de ofensa» con el que introduce la idea de que algunas formas de expresión pueden ser legítimamente prohibidas por la ley porque son muy ofensivas. Añade a esto ciertos matices, dado que el grado en que las personas pueden ofenderse varía, o puede ser el resultado de prejuicios injustificados.
Por ello Feinberg sugiere que deben tenerse en cuenta ciertos factores al aplicar el principio de la ofensa: el alcance, la duración y el valor social del discurso, la facilidad con que se puede evitar, los motivos del orador, el número de personas ofendidas, la intensidad de la ofensa y el interés general de la comunidad.
Desde esta perspectiva filosófica se ha abordado la aplicación del concepto de libertad de expresión y se ha legistado al respecto, hasta ahora. Parecía funcionar de forma relativamente positiva, hasta ahora.

Entonces, ¿Por qué en estos últimos tiempos estamos asistiendo a tal despropósito de ofensas, movilizaciones, boicots y como resultado, linchamiento y censura en este país?

Hemos perdido el norte, y es así de simple. Nos hemos ahogado en términos como «politicamente correcto», «inclusión» o «discriminación positiva». Hemos dado demasiada importancia a cosas que no la tienen, como al lenguaje y a las palabras que usamos, y restado atención a cosas que sí nos afectan día a día como sociedad. Hemos empezado la casa por el tejado. Nos hemos vuelto incapaces de discernir entre lo que es simplemente una broma (pesada, tal vez, pero broma) de lo que consituye una actitud peligrosa para la sociedad. Ya no nos preguntamos por la itencionalidad de quien nos ha ofendido, por el daño real que está causando, ni si sus disculpas son sinceras o no; no nos importa, lo importante es que ha cometido un error a nuestro juicio y por ello debe ser condenado. Ejercemos brutalmente la censura sin ser conscientes de que aplicamos los mismos medios que hace dos días rechazábamos por ser autoritarios y anti democráticos. Nos hemos olvidado de que no por hacer más ruido tenemos más razón, o de que no por formar parte de o hablar por un colectivo históricamente oprimido tendremos ahora y siempre la moralidad de nuestra parte. Hemos convertido la virtud en vicio. Hemos dado rienda suelta al virus de la ofensa y lo peor es que consideramos que es bueno para todos como sociedad.
Este artículo no señala con el dedo, pero aspira a visibilizar ciertas actitudes que, a fuerza de hacer ruido, se están abriendo camino hasta la cabeza de la sociedad, queriendo hacernos creer que son «la mayoría» y que por tanto están en posesión de la verdad absoluta. Como opinión representativa de todos nosotros, estos colectivos pulsan su botón rojo de la ofensa cada vez que lo consideran oportuno, y nos usan a todos como respaldo, como justificación de sus actos. Y tienen una técnica infalible para vencer, además del linchamiento social, y es la manipulación inclupatoria que al final termina con el enemigo de forma brutal y despiadada.
En el mejor de los casos no nos enteramos de la realidad; en el peor, solo escuchamos su verdad sesgada sin pararnos a pensar cuál es la de quien se encuentra enfrente. Somos así, qué le vamos a hacer…
Pero lo cierto es que nosotros no tenemos la culpa de los “botones rojos” ajenos, y aunque siempre es bueno revisar nuestras actitudes ante un enfrentamiento, la bandera de la ofensa no debe convertirse en una mordaza para callar las opiniones que no nos gustan. Podemos aceptar nuestra parte de responsabilidad y pedir disculpas, pero las disculpas deben ser únicamente un acto consciente de asunción de nuestra responsabilidad, no una carta blanca para volver las tornas, para machacar nuestra opinión impunemente.
Algunas de estas ideas son las que parecermos haber olvidado, pero aún no es tarde para recuperar la asertividad social.


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