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"The family jewels", "Three on a couch" y "The big mouth" no son estrictamente la cumbre de su obra - de hecho para algunos son las tres paletadas de tierra que cavan su tumba - ni ninguna de ellas en particular creo que lo sería o al menos claramente por delante del resto, pero sí que son la culminación (madurez es la palabra adecuada aunque parezca un contrasentido en su caso) de toda su primera etapa (que si no es "conceptual", si es curiosamente donde hay mayor tanto por ciento de films con títulos que comienzen por "The..."; más que en la filmografía de cualquier otro director).
A partir de aquí, llega el súbito y vergonzoso olvido de unos de los últimos grandes cineastas americanos, aún entre nosotros, viéndonos llenarnos la boca con tantas medianías surgidas de su país que palidecen frente a sus numerosas hazañas.
"The big mouth" en 1967, es la primera de sus películas que se convirtió en mi preferida y se ha mantenido ahí por razones que han ido cambiando con el paso del tiempo. No aparecían nuevos fotogramas, pero cada vez parecía más actual, más inteligente, más sorprendente.
Para los que siempre hemos preferido las películas "con los pies en la tierra" ("Man´s favorite sport?" antes, por muy poco eso sí, que "Bringing up baby" para entendernos en términos hawksianos), que defenderíamos con los puños "Holy matrimony" de Stahl frente a cualquier miope que no la encuentre superlativa por caminar entre varias texturas, donaríamos nuestros órganos a la ciencia porque hubiese más Lubitsch dramáticos y hasta podemos incluir entre nuestras comedias favoritas sin dudarlo un instante a películas que algunos ni considerarían pertenecientes a ese género, encontrar tan geniales las películas de Lewis supuso un considerable cruce de cables. Pero como pasa con la música de AC/DC, Ramones, Motörhead, Redd Kross o T. Rex, no hay intelectualización posible con Jerry Lewis.
Dejarse llevar por lo que se siente es la premisa que define tantas cosas importantes que le pasan a cualquiera en su vida - sin que nadie se detenga a plantearse si debiera pensarlo dos veces - que esas sensaciones que asaltan el estómago, las mandíbulas, el cerebro y las piernas al ver cualquier película suya, no le recomendaría a nadie que tratara de controlarlas por mucho que el (más bien tibio para sus méritos y lejano por desgracia en el tiempo) reconocimiento que alguna vez tuvo su cine, apenas haya calado en nuevas generaciones, que me parece que vuelven a acercarse a su obra con ese tipo de curiosidad prudente y ese rasero premeditadamente bajado por si al final la cosa se convierte, otra vez, en un guilty pleasure.
Sí, Jerry Lewis es puro rock n´roll.
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El derroche de inventiva visual, demolición de tópicos, sentido del humor y del espacio fílmico, continuidad, y cambios de tono (como sólo Godard y Buñuel) de la película es tan apabullante y ligero que pareciera que es... sencillo y lógico.
Lejos de los dramas chaplinianos (que se recuerdan como comedias sólo por su presencia), las odiseas que debía atravesar Keaton sin perder la compostura o la complicación del mundo que trataba de simplificar Tati, "The big mouth" y todas las grandes obras de Jerry Lewis, sin detenerse un segundo en explorar la angst existencial de quien se multiplica en varias personalidades - uno de los temas recurrentes de su cine - tocan sin tratar de sacar absurdas conclusiones generalistas, con esa audacia propia de quien no conoce reglas, un asunto importante, transcendente y sobre el que nadie sabe absolutamente nada: qué sería de nuestra vida si diéramos rienda suelta a cualquier instinto para devolver los acontecimientos que nos suceden a un cauce moral visto desde una perspectiva inocente, qué pasaría si quedasen abolidas las convenciones que cortapisan el hecho de que podamos ser exactamente y en cada momento lo que nos plazca.
Su cine (y con otros matices, ese cocktail que combinó con Frank Tashlin) es a la comedia tradicional lo que un Eddie Cochran a la música de los 40, un irresistible estallido adolescente que a poco que se mire dos veces esconde un talento fuera de lo común para la estructura.
Y quizá por eso fue tan efímera su popularidad.
A mediados de la década de los 60, siempre con el maldito progreso entre ceja y ceja (qué poca atención prestaron a Renoir) Jerry corrió la misma suerte que Roy Orbison, que parecía eterno en "Sings lonely and blue" y ya fue tratado como una vieja gloria en "Cry softly, lonely one" siete años después.
Será quizá que el corazón de sus películas tiene un timing y una especial textura "suspendida" que no busca el efecto inmediato, el gag facilón que deriva de unas características dadas a un personaje (que nunca construye y se empecina en hacer siempre imprevisible, que no lo conozcamos), ni siquiera la segunda oleada de risas que llega cuando enlaza una escena con otra, sino la perfección en sí misma de cada una de las múltiples y variadas situaciones que plantea y resuelve constantemente, que podrían ser muy dramáticas, desde la planificación cinematográfica y no disponiendo un decorado al servicio de la habilidad (o la patosidad), gracia o las ocurrencias de los diálogos y acciones allí expuestos.