Oiza siempre fue una persona muy activa y muy nerviosa. De joven había sido buen ciclista, y presumía de haberle plantado cara nada menos que a Federico Ezquerra, "el Águila del Galibier". (Iba en bicicleta de Madrid a La Granja, ida y vuelta, y se picó con otro ciclista. En Puerta de Hierro el otro le preguntó que en qué equipo corría, mientras que se descubría como Ezquerra. Esto Oiza lo repetía a cada momento con legítimo orgullo: Le había pedaleado de tú a tú al gran Ezquerra).
He escrito "de joven" y ese es el problema, que Oiza seguía sintiéndose joven a una edad avanzada. Vale: Se dice que hay que sentirse siempre joven, que hay que serlo en el corazón y que la juventud no está en los años que se tienen, sino en la ilusión y en las ganas de vivir. Pues vale, pues bueno, pues de acuerdo.
Los grandes Ernesto Sevilla y Joaquín Reyes tienen un espectáculo, Viejóvenes, en el que se retratan como seres desubicados que están ya en la cuarentena pero no asumen su edad y quieren seguir saliendo de marcha y llevando la misma vida que a los veinte. Se producen algunas situaciones cómicas, tristes y ridículas.
Cartel del espectáculo Viejóvenes.
Pero Oiza no estaba precisamente en la cuarentena cuando yo lo conocí en la escuela. Estaba en la sesentena y era un torbellino. ¡Bien!
Siendo director de la ETSAM tuvo que sufrir una huelga muy dura. Un día -ya tendría sus 65 tacos-, yendo a su despacho de la escuela se encontró con un piquete de alumnos que le cortaban el paso. Se encaró con ellos y se negaron a dejarle pasar. El acceso al pasillo al que daba su despacho estaba tapado con un tablero de los de las aulas de dibujo técnico. Oiza, muy cabreado, saltó por encima del tablero. Muy poca gente puede hacer eso a los veinte años, y él lo hizo a la edad de jubilación.
Obviamente, después de eso los alumnos, pasmados, no hicieron nada para impedirle que llegara a su destino.
Todo eso es encomiable, sí, y todos quienes lo hemos visto y escuchado hemos celebrado esa energía, esa vitalidad, ese espíritu. Pero tiene una componente menos plausible, y es que Oiza quería ser más joven que los jóvenes, más que sus alumnos, más que nadie, y a veces llegaba a situaciones ridículas.
No me refiero a situaciones personales -allá cada uno, y en ese aspecto no tengo nada que decir-, sino a actitudes profesionales.
Los años ochenta fueron terribles para todos. Sería un ejercicio malévolo desempolvar ahora proyectos fin de carrera de esos años y también hojear revistas de entonces, con proyectos de los que se tenían por grandes. También sería interesante ver el rol de personajes que meneaban el puchero en aquellos momentos.
El caso es que Oiza no quería perder comba, no quería quedarse fuera de juego y se volvió un adicto a la moda. En una etapa horrible quiso hacer esa arquitectura que se llevaba. Él tenía en su interior cosas mucho mejores que esas que se veían en las revistas extranjeras, pero no tuvo la paciencia ni la serenidad de escucharse a sí mismo y se metió de hoz y coz en el postmodernismo más cutre.
Por supuesto, siempre tenía buenas intuiciones e ideas provocativas, y siempre era interesante lo que hacía. Oiza no era ningún bobo. Pero hay obras que ya veíamos entonces como ocasiones perdidas y que hoy, pasadas ya hace muchos años aquellas fiebres ochenteras y noventeras, quedan sumidas en el oprobio. (Bueno, vale, en el oprobio no. La palabra oprobio es demasiado fuerte).
Me refiero -a estas alturas es ya obvio- a la Casa Fabriciano, a la Embajada de España en Bruselas, a la Torre Triana, a las Torres de la HNA, al Palacio de Festivales de Santander... Ojo, cuidado, que todos esos proyectos tienen algunas ideas poderosas y dignas de atención. Pero repito que están muy lastrados por la pasión de Oíza por la moda, por el querer ser eternamente joven y querer demostrarlo en cada gesto, muchos de los cuales aparecen postizos y afectados.
Repito que si Oiza hubiera aceptado su edad y sus circunstancias, su experiencia, y se hubiera examinado interna y serenamente habría encontrado oro, en vez de ahogarse en el tonto oropel de las revistas, en el less is bore de los venturis, los portoghesis, los bottas y los rossis de turno a quienes los dioses confundan.
A menudo es a sus hijos a quienes se les achaca esta caída de tensión de Oíza. No estoy de acuerdo. No me parece justo. Creo que ellos no tienen la culpa.
Al final de su carrera Oiza trabajó mucho con sus hijos. Me parece lógico y natural. Tenía hijos arquitectos; qué alegría y qué satisfacción trabajar con ellos, ¿no? Sus hijos son buenos arquitectos. Obviamente no pueden estar a la altura de su padre, como no lo estuvieron los de Wright, por citar un ejemplo. Pero en aquella época su padre no era mejor cuando trabajaba sin ellos. Y además estoy seguro de que quien llevaba la voz cantante en el estudio familiar era él, y quien estaba suscrito a todas las revistas era él, y quien soñaba con arcos termales era él, y quien quedó fascinado por las hiladas alternas de piedra salmón oscuro y salmón clarito era él, y quien metía capiteles descontextualizados por aquello de la fisión semántica y del yaverástúlarisa era él.
Porque lo que de verdad le pasaba a Oiza era que aún quería dejar tirado al Águila del Galibier en Puerta de Hierro, camino de La Granja.