Revista Cultura y Ocio

Ojo

Por Calvodemora

He aquí la claridad primera del día, la limpieza novicia de la mañana, el fulgor soberano de los colores. El azul en su carro de dioses, el verde con su manto de vida, el rojo festejando la velocidad de los astros.
He aquí la tierra, su coraje antiguo, su terquedad sin desagüe.
Al principio, el ojo no se involucra en el paisaje, se cuida de no entusiasmarse en ese arrimo, lo aplaza, tan sólo mide las distancias, calibra el peso de la luz, la tienta. Luego ahonda el mirar, envalentona el alcance. Atisba la suave inclinación de una loma, corre sin brida cuando percibe el brinco del agua en el fluir de un río.
Es feliz el ojo, sabe a qué ha venido el ojo. Ahora los árboles, ahora el cielo. Cree bueno el descanso y descansa. Crea buena la luz y la agradece de corazón.
De pronto todo muda a una oscuridad sin hondura. Débil y solo, perplejo, el ojo repasa todos los prodigios con los que ha sido bendecido.
Ve el azul de la altura y el verde del raso.
Ve el rojo de la sangre y el rosa de las flores. Sonríe, pues un ojo untado de felicidad tiene la secreta facultad de la sonrisa y toma aire, pues un ojo así ungido respira si antojadizamente le place.
En su inocencia ocupada de milagros, el ojo se obliga a mirar de nuevo.
Ha caído la noche sobre el mundo. También el miedo, también la duda.
Es lo mismo mirar que no hacerlo. Los colores se fugaron por el envés de las palabras que los nombraban. Las palabras también se fugaron. Así que el ojo acabó por dormirse. Lo abatió el desencanto. Lo derrotó el desaliento. Es lo que tienen los ojos sensibles, los de crianza más esmerada.
Soñó el ojo con un cielo azul que cubría un prado verde. Azul y verde. Algunas criaturas aquí y allá, ninguna inquieta, todas bañadas por un halo de bondad, como si estuviesen hechas de paz pura, como si escucharan la balada de un poeta o de un dios. No supo el ojo con qué combatir la negritud ni cómo hacer regresar la plácida y cromática vigilia. Quiso entonces salir de su cautividad y ser criatura. Quiso tener oído y escuchar el rumor del río al transcurrir fiero en su cauce. Quiso correr y saltar y dejar que la sombra del bosque le diese alivio y nada de cuanto anheló le fue concedido.
Y el ojo se convirtió en memoria. El azul, el verde. El cielo, los prados. El fluir del río, el manso vuelo de los pájaros. Todo fue suyo. Suya la luz al clarear la mañana y suya la tiniebla al irrumpir la noche.

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