El 22 de agosto de 1937, la ciudad de Nueva York (bueno, no toda entera. Digamos que unos camareros y algún que otro comensal) fue testigo de la entrevista entre un director de cine británico de 38 años de nombre Alfred Hitchcock (joder, yo pensaba que Hitchcock siempre había tenido 50 años o así ) y un productor americano llamado David O. Selznick. Si queréis, os dejo un rato pensando en el montón de escenas del séptimo arte que os pueden venir a la cabeza nombrando tan sólo sus dos apellidos. ¿Ya?
Prosigamos pues. Y vayamos al trabajo que por primera vez reunió a estos dos tipos más allá de una mesa de un restaurante neoyorquino. Se trata de la adaptación al cine de un “best-seller” de la época: Rebeca, de la escritora (británica como Hitchcock) Daphne du Marier. El Orondo genio a fe que llevó a cabo el encargo de la mejor manera. Rebeca ha quedado en la retina y la mente de sus espectadores como una de las mejores películas de Hitchcock, lo cual la sitúa de manera directa entre esas películas que no puedes dejar de ver. Ciñéndonos al motivo de esta serie de posts, la diferente mirada del cine y la literatura, Selznick pidió expresamente a Don Alfredo que siguiese fielmente la novela, salvo en el “pequeño” detalle (atención, Spoiler, por si algún pipiolo no lo ha visto) de que el Código Hays no podía permitir que el asesino de Rebeca, el marido, saliese sin castigo del crimen. Así que en la película el crimen se queda en accidente.
Por lo demás, Hitchcock ambienta de manera perfecta el ambiente de la novela y el carácter de la protagonista, hasta tal punto que sacó provecho hasta de la animadversión que Laurence Olivier tenía por Jean Fontaine (Olivier hubiera querido que fuera Vivien Leigh, su pareja por aquel entonces, quien hubiera conseguido el papel) para decirla que todo el mundo la odiaba en el rodaje, lo que acentuó la necesaria timidez y el desconcierto que requería el personaje. Un tipo curioso, el Hitchcock. Un cabrón, pero curioso.
Pero basta ya de chapa…. y vayamos a los sueños…
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Comparte Cosechadel66: Facebook Google Bookmarks TwitterAnoche soñé que había vuelto a Manderley. En mi sueño me encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude entrar. Estaba cerrada la puerta con candado y cadena. En sueños llamé al guarda, pero nadie me contestó y cuando miré detenidamente a través de los mohosos barrotes de la verja, vi que la caseta estaba abandonada.
No humeaba la chimenea, y las ventanucas y sus celosías bostezaban en su abandono. Entonces, como todos los que sueñan, me sentí de repente dotada de una fuerza sobrenatural y atravesé como un espíritu la barrera que me detenía. Serpenteaba el camino ante mí, retorcido y tortuoso como siempre, pero según avanzaba noté que había cambiado; ahora era estrecho y estaba descuidado, no como yo lo había conocido. Al principio me extrañó y no comprendí lo que había cambiado; pero cuando tuve que bajar la cabeza para no tropezar con una rama que cruzaba el camino, me di cuenta de lo ocurrido. La Naturaleza había reconquistado lo que fue suyo y, poquito a poco, con métodos arteros e insidiosos, había ido invadiendo el camino, extendiendo por él sus dedos, largos y tenaces. El bosque, siempre amenazador, incluso en tiempos pasados, había triunfado al fin. Oscura y salvaje, la vegetación llegaba hasta los bordes del camino. Las hayas, de tronco blanco y
desnudo, se inclinaban las unas hacia las otras, y entrelazaban sus ramas en un extraño abrazo, formando sobre mi cabeza una bóveda, como nave de iglesia. Vi otros árboles mezclados con las hayas, que no reconocí: robles achaparrados y olmos retorcidos que habían nacido inopinadamente de la tierra silenciosa, junto a plantas y arbustos disformes, de los que tampoco me acordaba.El camino había quedado reducido a sendero, ya sin grava, ahogado de hierbas y musgo. Abundaban en los árboles las ramas bajas que estorbaban el paso; las retorcidas raíces parecían dedos de esqueletos. Aislados entre la maleza pude reconocer algunos macizos, que en nuestros tiempos resaltaban graciosos y cuidados, como aquel de hortensias, de tallos elegantes, cuyas azuladas flores llegaron a adquirir cierto renombre. Nadie las cultivaba ya y se habían vuelto silvestres, creciendo desmesuradas, incapaces de florecer, negruzcas, feas, como los anónimos parásitos que junto a ellas crecían.
Aquel pobre hilillo blanco que un día fue nuestro camino avanzaba más y más, torciendo ora a la derecha, ora a la izquierda. Algunas veces lo creí ahogado para siempre, pero aparecía de nuevo, acaso bajo un árbol caído, o luchando con el barro de una charca nacida de las lluvias ínvernales. Me pareció el camino más largo que antes. Evidentemente, las millas se habían multiplicado, como los árboles, y el camino conducía únicamente a un laberinto, a una espesura impenetrable, y no a la casa. Pero, de repente, apareció ésta ante mí. La avenida que conducía hasta la puerta estaba casi borrada por el desmesurado crecimiento de matojos exuberantes que se extendían por todas partes. Me detuve, con el corazón palpitante, mientras sentía en los ojos la extraña punzada de las lágrimas.
¡Allí estaba Manderley! ¡Nuestro Manderley reservado y silencioso, como siempre! Sus grises piedras brillaban a la luz de la luna de mis sueños, y las vidrieras reflejaban los verdes macizos de césped y la terraza. El tiempo no había logrado destruir la perfecta simetría de aquellos muros ni el lugar sobre el que se alzaban como una joya mostrada en el hueco de la mano.
La terraza se fundía en los macizos y los macizos en el mar; volviendo la cabeza, pude ver la sábana de plata, tranquila a la luz de la luna, como lago no inquietado por brisa o por aquilón. Ni una ola rizaba aquellas aguas de ensueño, ninguna nube impelida por el poniente oscurecía la claridad del pálido firmamento. Volví a mirar hacia la casa, y aunque se alzaba inviolada e intacta, como sí la acabáramos de abandonar, vi que el jardín había obedecido la ley de la selva, igual que el bosque. Los rododendros medían más de quince metros y se retorcían abrazados en extraño maridaje a una multitud de arbustos anónimos, pobres advenedizos, que se agarraban a sus raíces como si se dieran cuenta de su origen bastardo. Se veía una lila enlazada con una haya roja, y, como si quisiera hacer la unión más fuerte, la hiedra malévola, sempiterna enemiga de lo grácil, había extendido sus tenaces zarcillos alrededor de la pareja, que así resultaba prisionera. La hiedra reinaba en el abandonado jardín; sus largas ramas se arrastraban sobre el césped, y pronto llegarían hasta la misma casa. Otra planta, espurio brote del bosque, cuyas semillas caían y morían antes bajo los árboles, marchaba ahora junto a la hiedra, e imponía su fealdad de ruibarbo monstruoso sobre los suaves bancales de césped donde antes florecían los narcisos.
Crecían por todas partes las ortigas, vanguardia del ejército invasor, Ahogaban la terraza, se desperezaban en los senderos, se inclinaban, vulgares y delgaduchas, hasta contra las ventanas de la casa. Centinelas descuidadas, habían dejado que rompieran sus filas los arbustos de ruibarbo; sus cabezas arrugadas, sus tallos encogidos, formaban veredas frecuentadas por los conejos. Pasé del camino a la terraza, pues las ortigas no eran barrera para mí. Caminaba encantada, y nada podía detenerme.
La luna sabe jugar con la imaginación, hasta con la imaginación de una persona que duerme. Estaba frente a la casa, callada, silenciosa, y hubiera podido jurar que Manderley no era un caparazón vacío, sino que vivía y respiraba como en otros tiempos.
Veía luz en las ventanas; la brisa nocturna movía suavemente las cortinas; y allí, en la biblioteca, estaba la puerta mal cerrada, como la habíamos dejado, y junto a un jarrón de rosas, mi olvidado pañuelo.
El cuarto mismo era testigo de nuestra presencia allí: un montón de libros preparados para ser devueltos a la biblioteca circulante y un desechado número de The Times; ceniceros con alguna colilla; almohadones que aún conservaban las huellas de nuestras cabezas, tirados sobre las sillas. En el hogar, los rescoldos del fuego, que durarían hasta la madrugada, y Jasper, nuestro querido Jasper, con sus ojos expresivos y sus dientes poderosos, estaría tumbado dando con el rabo sobre el suelo porque había oído las pisadas del amo.
Una nube, antes no vista, cubrió de repente la luna y se detuvo un instante, como mano sombría que escondiera una cara. Desapareció la ilusión con ella. Volví a ver solamente un caserón desolado, inanimado, abandonado hasta de los fantasmas, sin que ni un eco del pasado se agarrase a sus paredes desnudas.
La casa era una tumba, y nuestras angustias y nuestros sufrimientos estaban allí enterrados en las ruinas. No resucitarían. Cuando, ya despierta, recordase a Manderley, lo haría sin amargura. Pensaría en lo que hubiera podido ser, pensaría que yo hubiera podido vivir allí sin sufrimientos. Me acordaría de la rosaleda en verano y del gorjeo de los pajarillos al amanecer. De la hora del té bajo el castaño, del rumor del mar que nos llegaba a través de los prados.
Pensaría en los lirios en flor y en el Valle Feliz. Eran cosas permanentes y no podían desaparecer. Eran recuerdos y no podían causarnos dolor. Todo esto pensaba aún soñando, mientras las nubes ocultaban la cara de la luna, pues, como muchos que sueñan, me daba cuenta de ello. La verdad era que me encontraba durmiendo a muchos cientos de millas, en tierra extranjera, y que despertaría, pasados unos segundos, en el desnudo cuartito de un hotel cuya vulgaridad anónima me servía de consuelo. Suspiraría un instante, me desperezaría, daría la vuelta, y al abrir los ojos me sorprendería el sol resplandeciente, el cielo límpido y duro, tan distinto de la suave claridad de la luna de mi sueño. Comenzaría nuestro día, largo y monótono, es verdad, pero lleno de cierta paz, de cierta bendita paz, de cierta bendita tranquilidad que antes no habíamos conocido. De Manderley no hablaríamos, ni yo le contaría mi sueño. Porque Manderley ya no era nuestro; Manderley ya no existía.