Click here to view the embedded video.
13, 37, 85. Tres cifras aparentemente sin ninguna conexión entre ellas. Sin embargo, si añadimos una palabra, África, y un 19 delante de ellas, su significado se va aclarando delante de nosotros.
En 1913, una joven europea llega a lo que hoy es Kenia. Un hecho trivial, sin importancia para el mundo, aunque no es así para ella. Karen Dinesen llega a ese territorio nada más ni nada menos que para casarse. Suelo pensar a menudo en como va girando la vida. En como situaciones normales terminan desembocando en otras que nada tienen que ver con las primeras y se va formando un puzzle que nadie parece haber empezado. Karen no sabía, por ejemplo, que no sólo se casaría con aquel Barón que la esperaba tras el viaje desde Dinamarca, sino también, en cierto modo, con África misma. No podía imaginar que casi un siglo después la gente la pondría el rostro de Meryl Streep o que repetiría casi como un Karma una frase que con toda probabilidad no estaría aún en su cabeza: “Yo tenía una granja en África”, utilizando para ello un acento pretendidamente danés. Sería curioso comprobar como se ha ido repitiendo esas palabras en los diferentes idiomas. A saber como suena un ruso imitando a Karen Dinesen al evocar su pasado.
Karen Dinesen se terminó divorciando de su marido, pero nunca se separó de África. Ni siquiera cuando la dejó, 17 años después de aquella estación de tren, empujada por la imposibilidad de mantener esa granja que todos hemos terminado por poseer un poco. No es tanto contar sus peripecias, que son harto conocidas (y si no, no se a que esperas), sino algunas cosas que rodean a la escritora, a la persona, a sus escritos. Tras volver a Dinamarca, Karen decidió escribir sus, nuestras, “Memorias de África”. Que vieron la luz en 1937. Ya tenemos la segunda cifra. Es de las pocas veces que prefiero la traducción al título original: “Out of Africa”. La novela va desgranando, poco a poco, las experiencias de una mujer de principios del siglo XX al encontrarse con las inmensas tierras, los inmensos cielos, los inmensos corazones de ese continente. No se trata de una narración cronólogica, al contrario que la película, sino que se divide en cinco partes diferenciadas en las que Dinesen va dando pinceladas aquí y allí para que al final contemplemos un cuadro completo de sus impresiones.
Pero no nos engañemos. “Memorias de África” es un retrato hecho por una europea que llega con todas las posibilidades del mundo a una colonia europea también, a pesar de su fracaso posterior. Es una mirada poética, romántica a un mundo que no debía tener nada de poético, salvo para aquel puñado de colonos instalados en sus mansiones. Nada de matanzas a nativos o de pseudoesclavitud, nada de luchas por la libertad u odio al colono. Tan sólo las palabras de algunos personajes que luego tendrían el rostro de Robert Redford y que cuestionan un poco a la manera del rebelde sin causa las concepciones de la escritora.
Y así llegamos a la última cifra, al 85. En ese año, se estrena la película del mismo título. Teniendo en cuenta el objetivo principal de esta serie, #ojoporojo, habría que decir que es uno de esos casos en los que complementa perfectamente la película. Y eso que no es una adaptación propiamente dicha, ya que el guión procede de más fuentes que el propio libro del que toma el nombre, de manera que el filme si que mantiene una estructura cronológica, en la que acompañamos a la danesa en sus aventuras coloniales. Y al igual que ella, vamos descubriendo poco a poco la extensión del continente en todos los sentidos. De la misma manera que el libro, en cierto modo, no es una película sobre África, sino de como soñamos África. Y añade al valor literario que nos hubiera dado la novela (o que nos vaya a dar, si es que no la hemos leído) el poner rostro a unos personajes. Al igual que en El Padrino, por ejemplo, con Brando-Corleone, Dinesen será siempre Meryl Streep, y Redford el cazador blanco que comprende tan bien el territorio, y Brandauer el marido vividor.
Y sobre todo, cada vez que soñemos África, será volando con un biplano y oyendo a John Barry.
Todos tuvimos una granja en África, al pie de las colinas….
Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías. La situación geográfica y la altitud se combinaban para formar un paisaje único en el mundo. No era ni excesivo ni opulento; era el África destilada a seis mil pies de altura, como la intensa y refinada esencia de un continente. Los colores eran secos y quemados, como los colores en cerámica. Los árboles tenían un follaje luminoso y delicado, de estructura diferente a la de los árboles en Europa; no crecían en arco ni en cúpula, sino en capas horizontales, y su forma daba a los altos árboles solitarios un parecido con las palmeras, o un aire romántico y heroico, como barcos aparejados con las velas cargadas, y los linderos del bosque tenían una extraña apariencia, como si el bosque entero vibrase ligeramente. Las desnudas y retorcidas acacias crecían aquí y allá entre la hierba de las grandes praderas, y la hierba tenía un aroma como de tomillo y arrayán de los pantanos; en algunos lugares el olor era tan fuerte que escocía las narices. Todas las flores que encontrabas en las praderas o entre las trepadoras y lianas de los bosques nativos eran diminutas, como flores de las dunas; tan sólo en el mismísimo principio de las grandes lluvias crecía un cierto número de grandes y pesados lirios muy olorosos. Las panorámicas eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba hecho para la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable nobleza. La principal característica del paisaje y de tu vida en él era el aire. Al recordar una estancia en las tierras altas africanas te impresiona el sentimiento de haber vivido durante un tiempo en el aire. Lo habitual era que el cielo tuviera un color azul pálido o violeta, con una profusión de nubes poderosas, ingrávidas, siempre cambiantes, encumbradas y flotantes, pero también tenía un vigor azulado, y a corta distancia coloreaba con un azul intenso y fresco las cadenas de colinas y los bosques. A mediodía el aire estaba vivo sobre la tierra, como una llama; centelleaba, se ondulaba y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba todos los objetos, creando una gran Fata Morgana. Allí arriba respirabas a gusto y absorbías seguridad vital y ligereza de corazón. En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas: «Estoy donde debo estar.» La montaña de Ngong se extiende, como una larga cordillera, de norte a sur y está coronada por cuatro majestuosos picos que, como olas inmóviles azul oscuro, se recortan contra el cielo. Tiene una altura de ocho mil pies sobre el nivel del mar y al este dos mil pies sobre la tierra que le rodea; pero hacia el oeste la vertiente es más profunda y empinada: las colinas bajan verticalmente hacia el valle de la Falla Grande. El viento en las tierras altas soplaba de modo continuo de norte a nordeste. Es el mismo viento que por las costas de costas de África y Arabia llaman el Monzón, el viento del este, que era el caballo favorito del rey Salomón. Allí arriba se sentía simplemente la resistencia del aire, como la tierra al lanzarse hacia adelante en el espacio. El viento corría directamente contra las colinas de Ngong y sus laderas ofrecían un lugar ideal para los planeadores, que podían ser levantados por las corrientes por encima de la montaña. Las nubes, que viajaban con el viento, chocaban contra las laderas de la colina y quedaban colgadas o eran atrapadas en la cima y rompían en lluvia. Pero las que iban más altas y evitaban el escollo se disolvían hacia el oeste, sobre el ardiente desierto del valle de la Falla. Muchas veces he seguido desde mi casa el avance de esas maravillosas procesiones, admirando sus orgullosas masas flotantes, que en seguida pasaban las colinas, se perdían en el aire azul y desaparecían. Comparte Cosechadel66: Facebook Google Bookmarks TwitterYo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías.
La situación geográfica y la altitud se combinaban para formar un paisaje único en el mundo. No era ni excesivo ni opulento; era el África destilada a seis mil pies de altura, como la intensa y refinada esencia de un continente. Los colores eran secos y quemados, como los colores en cerámica. Los árboles tenían un follaje luminoso y delicado, de estructura diferente a la de los árboles en Europa; no crecían en arco ni en cúpula, sino en capas horizontales, y su forma daba a los altos árboles solitarios un parecido con las palmeras, o un aire romántico y heroico, como barcos aparejados con las velas cargadas, y los linderos del bosque tenían una extraña apariencia, como si el bosque entero vibrase ligeramente. Las desnudas y retorcidas acacias crecían aquí y allá entre la hierba de las grandes praderas, y la hierba tenía un aroma como de tomillo y arrayán de los pantanos; en algunos lugares el olor era tan fuerte que escocía las narices. Todas las flores que encontrabas en las praderas o entre las trepadoras y lianas de los bosques nativos eran diminutas, como flores de las dunas; tan sólo en el mismísimo principio de las grandes lluvias crecía un cierto número de grandes y pesados lirios muy olorosos. Las panorámicas eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba hecho para la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable nobleza.
La principal característica del paisaje y de tu vida en él era el aire. Al recordar una estancia en las tierras altas africanas te impresiona el sentimiento de haber vivido durante un tiempo en el aire. Lo habitual era que el cielo tuviera un color azul pálido o violeta, con una profusión de nubes poderosas, ingrávidas, siempre cambiantes, encumbradas y flotantes, pero también tenía un vigor azulado, y a corta distancia coloreaba con un azul intenso y fresco las cadenas de colinas y los bosques. A mediodía el aire estaba vivo sobre la tierra, como una llama; centelleaba, se ondulaba y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba todos los objetos, creando una gran Fata Morgana. Allí arriba respirabas a gusto y absorbías seguridad vital y ligereza de corazón. En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas: «Estoy donde debo estar.»
La montaña de Ngong se extiende, como una larga cordillera, de norte a sur y está coronada por cuatro majestuosos picos que, como olas inmóviles azul oscuro, se recortan contra el cielo. Tiene una altura de ocho mil pies sobre el nivel del mar y al este dos mil pies sobre la tierra que le rodea; pero hacia el oeste la vertiente es más profunda y empinada: las colinas bajan verticalmente hacia el valle de la Falla Grande.
El viento en las tierras altas soplaba de modo continuo de norte a nordeste. Es el mismo viento que por las costas de costas de África y Arabia llaman el Monzón, el viento del este, que era el caballo favorito del rey Salomón. Allí arriba se sentía simplemente la resistencia del aire, como la tierra al lanzarse hacia adelante en el espacio. El viento corría directamente contra las colinas de Ngong y sus laderas ofrecían un lugar ideal para los planeadores, que podían ser levantados por las corrientes por encima de la montaña. Las nubes, que viajaban con el viento, chocaban contra las laderas de la colina y quedaban colgadas o eran atrapadas en la cima y rompían en lluvia. Pero las que iban más altas y evitaban el escollo se disolvían hacia el oeste, sobre el ardiente desierto del valle de la Falla. Muchas veces he seguido desde mi casa el avance de esas maravillosas procesiones, admirando sus orgullosas masas flotantes, que en seguida pasaban las colinas, se perdían en el aire azul y desaparecían.