Mía Dragnic
Esta madrugada murió Olga y me duele la tristeza. Olga llegó a Chile, al igual que toda la familia, escapando de la guerra. El viaje que la trajo a este país junto a mi padre, fue una surreal odisea. “Nos demoramos más que Cristóbal Colón”, siempre dice echando broma. Era la única mujer que venía en el barco. Me contaba el viejo que él dormía con un cuchillo bajo la almohada para cuidarla. Ese viaje es una belleza que escribiré algún día.
Mi padre era el hermano menor y tuvieron que vivir ambos las dos guerras siendo muy jóvenes y únicamente con mi abuela, que fue partisana durante la invasión Nazi en Nerežišće, en la isla de Brač. El Nonno salió antes de que estallara la segunda guerra y no pudo volver a entrar. El Adriático estuvo siempre cerca en la cotidianidad de esas crianzas, y luego en Split, el hermoso Marjan. Olga me decía que ‘los soldados italianos no eran tan terribles como los alemanes que ella conoció’, esa confesión me parecía desgarradora. En el viaje que hicimos juntas a Croacia estuvimos unos días en casa de una de sus primas, quien nos contó que vivió durante mucho tiempo con un adolescente soldado italiano que llegó a su casa pidiendo refugio durante la guerra porque había desertado.
Olga estudió periodismo en la Universidad de Chile a pesar de los consejos que Lenka Franulic le daba para que no lo hiciera: “Es muy difícil Olga ser mujer periodista, mejor piensa en otra cosa más amable”, le decía mientas daban vueltas en un auto por la Quinta Normal de los años cincuenta. Aprendió castellano teniendo clases con Gonzalo Rojas, en las mismas aulas en las que encontró a su gran compañero Federico Álvarez. Caroreño de nacimiento y también comunista, estudiaba periodismo durante el dulce exilio de Pérez Jiménez. El amor la llevó a Caracas, como escribe una de sus estudiantes, y el amor luego nos hizo nacer allí a mi y a mi hermana. Formaron parte de la lucha guerrillera en Venezuela y a Federico lo metieron preso por publicar, junto a Orlando Araujo, una importante denuncia ante la represión que sufría el campesinado en diversas zonas del país. Max, su único hijo, tenía 5 años cuando es encarcelado Federico.
Olga ama la pedagogía, el café y los cigarros. Su forma de vivir en la humildad, la austeridad y la razón han sido para mi asombrosas manifestaciones humanas que han trazado parte de mis caminos fundamentales. Agradezco haberla tenido cerca en la intimidad de los viajes que hicimos juntas, en los más hermosos años del chavismo que ambas amamos, en el afecto de la casa común y en las discusiones sin tregua que nos abrazaron. Agradezco las rotundas exigencias de Olga, pues ellas sembraron en mi valores como los que ha sembrado también mi madre. La recordaré siempre sentada en su departamento setentero y lleno de luz, entre sus interminables estanterías de libros y los dibujos de su nieta Andrea.
No habrá velorio porque Olga así lo eligió. Quiso morir del modo más simple y discreto, como siempre vivió. Y traicionando un poco su mesura, comparto estos pequeños fragmentos de la vida, porque es una forma de traerla, de presentárselas, y de mantenerla viva.
Carajo que la voy a echar de menos.