Llego del colegio, le indico a mi vecina, la de arriba, al coincidir con ella en la puerta de entrada. No importa tener que volver esta tarde de nuevo, no, le contesto -mientras pienso que sí, que lo siento, pero este fin de semana será un largo puente de desconexión del colegio. Me acerco a mi rellano. Alguien ha cocinado algo cuyo olor se enreda en los barrotes de la escalera: olor a guiso, con caldo, caliente, tal vez patatas, jugoso, lentejas, un poco de verdura. Noto cómo la comida de mi vecina, la de al lado, se transforma en aire, flota entre las plantas de la otra vecina, la de enfrente, se retiene apenas en las luces redondas del techo. Olor a mediodía, a salida de colegio, a espera de los niños. Quizá también un poco de pan; casi noto el sabor del aceite retocado con laurel, tomillo, el romero que mi marido echa a veces en la carne del domingo. Yo hoy como sencillo -no me gusta cocinar, él lo hace mejor.