Revista Cultura y Ocio

Omotenashi

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Comparto esta curiosísima anécdota sobre la hospitalidad de un restaurante en el Japón más profundo. Tomado del blog “freelander.es”

En realidad el episodio no pudo ser más simple; y si tuviera que atribuirlo a algún factor ajeno a sus protagonistas inmediatos buscaría quizá la causa en la disparidad entre mis hábitos de comida y los de los japoneses. Allí, los restaurantes son más bien cosa de la cena, y la mayoría -salvo quizá en las ciudades- no abren hasta las cinco o las seis de la tarde; pero aquéllos que sirven también almuerzos suelen hacer una larga pausa a eso del mediodía, que es poco más o menos cuando yo vengo levantándomeme; así que para cuando me entra el hambre, a eso de las tres o las cuatro, ya no encuentro dónde me den de comer. Por eso aquel día tuve que vencer mi escrúpulo respecto a los pequeños baretos y superar ese embarazo de sentirme un ignorante extranjero entre a una concurrencia que estará, sin duda, sólo pendiente de mí, para meterme en ese cuchitril -el único que encontré abierto- al reclamo de su pequeño, polvoriento y descuidado escaparate, donde se aburrían -desde hace años, me atrevo a decir- las réplicas en plástico (que tan habituales son en Japón) de dos o tres platos diferentes, marcados con sus precios respectivos.

Nada más entrar, me recibió el típico olor a cenicero y humo rancio, una de las cosas que más pueden desagradarme a la hora de comer, si no es el vivo olor a cigarrillo encendido, que también estaba presente allí. Esta aversión mía al tabaco es un verdadero obstáculo para disfrutar de muchos momentos que, de otro modo, podría ofrecerme -y de hecho me ofrece- la vida; sobre todo si ando viajando por Japón, donde el índice de tabaquismo (entre la población masculina) es bastante elevado y donde, aunque esté prohibido en la calle, resulta que es legal fumar en bares y restaurantes, salvo en los pocos que optan por ser non-smoking, una moda importada de Occidente que, de momento, en Japón apenas ha tenido eco en pueblos y ciudades menos grandes. De aquí el escrúpulo al que me refería; y es una lástima, porque es en estos núcleos urbanos de segunda importancia donde puede uno (y suele) experimentar las costumbres más genuinas; aparte de que los restaurantes pequeños son por regla general bastante más baratos; pero en ellos hay que contar con el humo, lo cual estando de viaje resulta el doble de inconveniente, porque sobre el primero de repirarlo está luego el de tener que lavar en el hotel las prendas malolientes – cosa que, se mire por donde se mire, no deja de ser engorrosa.

Decía, pues, o me disponía a decir, que nada más abrir la típica puerta corredera me hallé frente a ocho pares de ojos que me miraban con curiosidad, dos de ellos (ojos, no pares) pertenecientes a un tipo pequeño en delantal y gorro blancos -aunque no impolutos- de cocinero. Era el solícito dueño, quien antes incluso de dirigirme a él ya desplazaba al resto de clientes a un lado de la pequeña estancia para dejarme a mí solo toda la otra mitad, y mandaba a la cocinera, o pinche, despejar y limpiar las dos mesas contiguas que me asignó. A sus indicaciones, los otros se mudaron no sólo sin protestar, sino contentos de tener entre ellos a un forastero y hacer lo posible por que se sintiese bien recibido. En ese instante se me ocurrió pensar que si les pedía que apagasen sus pitillos lo harían al instante; pero no era cosa de abusar.

Pedí el menú -el meñu, que es palabra internacional- y el hombrecillo me puso en la mano un folio plastificado donde figuraban, en perfecto japonés, una docena o así de platos. Pero como quiera que eso no me servía para nada, y dando por sentado que no habría eigo meñu (menú en inglés), pregunté si tenía uno con fotos, el pícacha meñu (adviértase la etimología: picture–>pícacha) tan característico de allí (una costumbre que no sé si va orientada a ponérnoslo fácil a los forasteros, cosa que dudo, o más bien para garantizar al cliente que van a servirle exactamente lo que ha pedido), pero tampoco con eso tuve suerte; así que por último le hice gestos indicando al escaparate, y enseguida salió conmigo a la calle para que le señalara la réplica de lo que quería. Tras la vitrina, la oferta era bastante más limitada que en el menú de papel: apenas cuatro o cinco platos, de los que pedí uno cualquiera poco menos que al azar, ya que todos tenían un aspecto parecido y precios similares, en torno a los 700 yen (al cambio, unos 5’50 euros).

No llevaba medio minuto sentado a la mesa cuando uno de los clientes, desde el rincón donde habían sido extrañados, me preguntó en un inglés muy pobre si me gustaba la cerveza; y como no habría sido la primera vez que un perfecto desconocido me invitaba a bebidas en esos restaurantes de barrio, me pareció más discreta una pequeña mentira antes que declinar su inminente invitación. Pero mi tímido engaño no desanimó al alegre grupo (quienes, por cierto, no estaban comiendo sino bebiendo y charlando, aunque ninguno estaba bebido), que otro medio minuto después volvía a la carga con las típicas preguntas sociales: de dónde soy, es mi primera vez en Japón, cuál es el motivo de mi visita o cuántos días voy a quedarme. Por desgracia, su nivel de inglés -si bien superior al mío de japonés- no sólo no daba para establecer una mínima conversación sino que apenas era inteligible, y de hecho uno de ellos apenas sabía decir otra cosa que soca, soca, Sapein soca (esto no va a pillarlo todo el mundo), palabras que acompañaba con un movimiento de la pierna como quien patea el balón (uno de los temas que más me apasionan, como todo el que me conoce sabe bien); así que por unos momentos me pareció que allí se había acabado el intercambio cultural. Pero entonces el más osado se fue hasta la barra, le pidió a la cocinera una cerveza de a medio litro y un vasito, y poniéndolo sobre mi mesa, sin encomendarse a Dios ni al diablo, lo llenó y me dijo: “tomad y comed todos de él”… ¡Oh!, no, perdón, eso pertenece a otra novela; lo llenó y me dijo: Japanese beer, for  you. Como no era cosa de despreciar la invitación, tomé el vaso, dije kanpai y le pegué un trago. Él se llenó otro, brindó conmigo y luego dejó la botella en mi mesa, pidiéndose otra para sí, de modo que quedase bien claro que la primera era una invitación y podía yo apurarla entera. Igualito -pensé entonces- a como hacemos en mi pueblo natal cuando llega a un bar un extranjero: que todos nos peleamos por invitarlo. ¡Igualito!

Bueno… El resto, lector, te lo puedes imaginar.

¿O quizá no?

El generoso bol de arroz con carne que al parecer había pedido resultó que no venía solo, sino acompañado con una sopa de miso y un pequeño plato de verduras; y mientras estuve comiendo, los otros respetaron mi tiempo y moderaron sus intentos de establecer contacto, intentos para los que o bien usaban el lenguaje universal de gestos o tiraban del no menos universal traductor online; pero aún no había terminado de almorzar (¿o era cenar?) cuando el cabecilla me puso encima de la mesa la primera botellita de sake, el famoso licor de arroz japonés que, en verdad, es muy popular allí entre toda la población; por suerte no es una bebida muy fuerte y no me resultó difícil mantener el tipo.

Al acabarme la comida, el chef me endosó un postre que yo no había pedido y para el que apenas me quedaba hambre. Ignoro si formaba parte del plato combinado que, sin saberlo, había “desencadenado” antes al apuntar con mi dedo hacia esa triste réplica de plástico en la vitrina exterior, o bien si era una invitación de la casa, que es lo que me parce más probable; de modo que no podía rechazarlo. Se trataba de un buen tocho de tofu semi-dulce aderezado con misteriosas hierbecitas y regado con salsa de soja. Soja sobre soja, como oportunamente me recalcó el simpático cabecilla de aquel grupito: beans! -decía, haciendo con las manos un gesto como para indicar un racimo de vainas colgando de un alto tallo-; tophu: beans; soy sauce: beans; sweet sauce: beans; miso soup: beans; salad: beans. ¡Vamos!, que en la cocina japonesa las alubias son un ingediente tan universal como el propio arroz, y más que las algas o el matcha.

Cuando hube dado cuenta del postre (¡y qué lástima que el tofu no sea muy de mi agrado!, con ese sabor simplón y esa consistencia babosa que tiene) me levanté de mi asiento y, para no resultarles un estirado, me involucré más activamente en el intercambio cultural que estaban queriendo establecer; y antes de que pudiera darme cuenta, alguien me había puesto en la mano una segunda botellita de sake. En fin, ¿para qué contar más? Se siguieron nuevas preguntas acerca de mí o de España (por cierto, me llama la atención que todos estos japos conozcan nuestra la forma de gobierno y sepan que somos una monarquía; se ve que equiparan a nuestro rey con su emperador), brindis, fotos en grupo y un buen rato intentando ayudar a mi nuevo amigo a instalar Line en su móvil para que pudiéramos compartirlas.

Omotenashi

Un restaurante de barrio en Omagari, Japón

Además, y no contenta con la abundante cena que me habían servido, la cocinera me regaló una fiambrera con comida para llevarme al hotel, no fuera a ser que luego me entrase más hambre. Igualito -pensé- a como hacemos con los extranjeros en España, donde los restaurantes los convidan a postres y a comida para llevar.

Pero lo mejor de todo, lector; lo que seguramente no habrías podido imaginar según leías este breve relato, es que cuando di el episodio por concluido y, billetes en mano, me dispuse a abonar mi deuda, me dijo: no, no; no pay; friends invite; y ni siquiera me dejaron que les pagase una última ronda de bebidas. Y adviértase que no se trataba de ricos norteamericanos para quienes incluso costearle a un mochilero una noche de hotel -que me tiene sucedido en California, tiempo ha- apenas hace cosquillas al presupuesto, sino de unos casi desharrapados japoneses, pobremente vestidos, que fuman y beben cerveza en un pequeño y maloliente chiringuito de barrio. Nunca antes, en mis viajes por el mundo, había sido objeto de tan espontánea, unánime y completa invitación.

Es un grado superlativo de hospitalidad, peculiar del pueblo japonés y de la que se sienten, comprensiblemente, muy orgullosos. Ellos la llaman omotenashiNihon no omotenashi.

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