Uno de los temas centrales de este diálogo tiene que ver con la postura defendida por Raghu Ananthanarayanan, según la cual la experiencia religiosa debe siempre conservar su vitalidad y evitar refugiarse en construcciones (generalmente, aunque no de modo exclusivo, de la religión organizada de modo institucional) que la aletarguen y terminen por anularla. De hecho, casi al inicio, el maestro yoga hace referencia a que los seres humanos buscamos refugio en la riqueza, en las demás personas, en el conocimiento y en la idea de Dios (83); sin embargo, todos se muestran como refugios inadecuados. Es más, el de la idea de Dios resulta el peor, porque crea una ilusión profunda y tiende a provocar violencia. Por eso, la recomendación del maestro Raghu es enfrentar el propio pesar de la vida de modo directo para poder así entenderlo de modo genuino y, por ello, poder entender el dolor y la tristeza de otros (Ibid.). Esto, pues, marca ya una toma de posición que luego se verá con más claridad: no sólo hay un rechazo de la institucionalidad religiosa, sino de tópicos religiosos fundamentales, como la idea de Dios, si estos fungen de pretextos para huir del trabajo espiritual de introspección.
Otro tema interesante y relacionado, es el que refiere a la noción de hinduismo. Como menciona el maestro yoga, esta noción no es propia del pensamiento de la India ya que allí nunca se ha hecho un esfuerzo de definición de su cultura o de su espiritualidad (89). La noción de hinduismo, más bien, es una atribución externa –clasificación hecha por los jesuitas cuando llegaron a la zona—y occidental que tiene que ver con nuestra tendencia a fijar y delimitar las cosas.
En ese contexto, la idea del rol de Dios vuelve a través de la pregunta sobre la supuesta espiritualidad atea del hinduismo (90). A este asunto, Raghu Ananthanarayanan responde diciendo que en las escrituras sagradas de la India siempre se encuentran palabras clave que tiene un significado muy profundo y, sobre todo, fluyente. En ese sentido, nociones como Brahma, Maya, Om, Lingam, etc., tienen un significado que siempre apunta más allá de las palabras y de la imaginación (91). ¿Qué sucede, entonces, con el concepto de Dios? Pues lo mismo que con otras palabras: se complejiza en la medida que mejor la comprendemos, sobre todo si tenemos en cuenta que no existe una sola descripción para hablar de Dios. La que elige el maestro yoga es Krishna. Pero Krishna puede significar el dios que crece en la media que crece uno o también, simplemente, el color del cielo cuando no está presente la luna, ¿es esto una espiritualidad atea? El maestro responde que no lo sabe, pero que sí es consciente de que la idea de Dios es significativa y curativa; sin embargo, uno debe desarrollarse más allá de la idea, fuera de ella, si es que se desea un verdadero crecimiento interior. Hay que usar la idea, pero ir más allá de ella; no hay que quedarse atascados (91).
Luego de esto, Kearney plantea una pregunta que, me parece, problematiza algunas de las premisas de Raghu Ananthanarayanan. El editor le plantea si es que existe la posibilidad de que el yoga ayude a las religiones actualmente existentes, y que sí creen en una divinidad, a que reanimen su rol liberador y dador de consuelo, en lugar de, simplemente, invitarlas a su desaparición por ser formas de religiosidad “inadecuadas” (92). Lo que el maestro responde es que el yoga es muy respetuoso de las condiciones espirituales de cada persona y por eso, como lo sugieren los Yoga Sutras, deben establecerse diferentes formas de meditación y oración según la situación de cada quien. Una verdadera práctica es aquella que se pone en armonía con la persona pero que, a la vez, es capaz de despertar en ella una búsqueda espiritual (93). Sin embargo, el maestro yoga se muestra sospechoso de la religión institucionalizada (no de la religión sola): “el 99% de lo que sucede en la religión organizada hoy es, simplemente, una manera organizada de negociar con los temores de la gente, como los sacerdotes más encumbrados bien saben” (93). Como se ve, aunque hay parte de cierto en el fondo de la afirmación, la misma es extremadamente general y no tiene soporte empírico alguno.
Por eso mismo, las objeciones empezaron a presentarse. Una interesante, provino de Shelley Hubele, quien le preguntó a Raghu Ananthanarayanan cómo se determina la validez de una religión. O, de otro modo, si los individuos que participan de una religión la consideran válida y valiosa, ¿cómo se determina su invalidez? (esta pregunta me recuerda una objeción que Rorty presenta a Putnam sobre su debate en torno a la justificación de las creencias, dicho sea de paso). La respuesta del maestro, es que, para él, el problema no está en las prácticas religiosas, sino en las instituciones, porque cree que ellas nos apartan de la experiencia religiosa originaria (96). La experiencia de una práctica respetuosa y disciplinada le parece algo esencial para la religión, pero él cree que es algo a lo que podemos llegar por nuestro propio camino: cuando se genera una interpretación fija, esta limita nuestra libertad espiritual. Más aún, fomenta nuestro estancamiento y nuestro sufrimiento para ganar dinero, lo cual es deshumanizador. Evidentemente, Raghu Ananthanarayanan tiene un punto cuando se refiere a muchas formas desvirtuadas de religión, pero, también queda claro su poco cuidado para hacer diferenciaciones necesarias.
Por eso, Catherine Cornille vuelve sobre el punto confrontando al maestro yoga en torno a las generalizaciones excesivas de su posición sobre la religión institucional. Por ejemplo, la autora menciona lo contradictorio que resulta que Raghu Ananthanarayanan avale las prácticas rituales y que a la vez desmerezca las organizaciones religiosas que son las que les dan origen (97). Lamentablemente, esta discusión se desvía por el camino de las peculiaridades del hinduismo como religión y solo vuelve sobre el punto, hacia al final, para reafirmar un argumento poco trabajado sobre la religión institucional: “es todo aquello de lo que alguien está hablando y de lo que no ha tenido una real experiencia” (98). Este asunto regresa con una intervención de Mary Anderson, a la cual Raghu Ananthanarayanan responde matizando un poco mejor su posición e indicando que el problema radica no tanto en la institución o en la presencia de sacerdote o maestro, sino en la dependencia que uno puede generar de ellos (103). El asunto reaparece en una nueva réplica, esta vez de Julia Feder, quien remarca que si se trara del cambio que podemos hacer en el mundo y, sobre todo en la esfera pública, el rol de las instituciones no es solo importante, sino determinante (103). Lamentablemente, el asunto se interrumpe y queda sin respuesta.
El diálogo termina con algunas observaciones en torno al sentido de la reunión sostenida y lo que se espera lograr con ella. Como balance habría que decir que se trata de un diálogo bastante interesante, aunque aporético. Más de una pregunta queda irresuelta y el maestro yoga no se nota suficientemente neutral o claro en relación a algunos puntos de la discusión sostenida.