Revista Opinión
Uno de los efectos gratificantes que ha generado la crisis es que el votante conservador comienza a apreciar la importancia del disenso, la crítica y la implicación sociales. Votantes de centro derecha que antes no se preocupaban por los asuntos públicos, ahora incluso se afilian a sindicatos, se unen a plataformas ciudadanas y critican con ferocidad las decisiones del Ejecutivo y del PP. Hasta hace poco era vox populi el prejuicio maniqueo de las dos Españas, enfrentadas en su forma de entender el universo. Se suponía que el votante de derechas era alérgico al compromiso social y vivía absorto en sus intereses particulares. A esta generalización ha contribuido más bien bastante la izquierda española, que fiscalizó y politizó los movimientos sociales a mayor gloria de su estrategia. Era casi una contradicción que un votante del PP formara parte de sindicatos como UGT o CC.OO., los cuales es sabido defienden en fondo y figura intereses políticos (y corporativos), más allá de la defensa de los derechos laborales. Durante el escaso tiempo que he militado en el PSOE, recibí en varias ocasiones mensajes en los que se me pedía que apoyara determinadas protestas sindicales, ligadas directamente con estrategias políticas teledirigidas por el partido. Ser de izquierdas era una cosa, y de derechas otra. Pero ya no está tan claro. La izquierda se ha revelado como más conservadora de lo esperable, y la derecha, de la noche a la mañana, se ha caído del burro, descubriendo que la pobreza no entiende de colores y que el PP no se acerca ni por asomo a la visión beatífica, de salvador de la patria, que decía representar. Esta mutación ha obligado a los futuros votantes a reflexionar, a dejar de mirar con complacencia sus afecciones políticas y criticar con dureza el catecismo y las acciones de sus amados partidos. Vamos, que ya somos -venga uno por la izquierda o lo haga por la derecha- un poco menos estúpidos, y no nos creemos lo que diga el dirigente de turno sin antes comprobar por nosotros mismos si las palabras recalan en hechos evidentes.La generalización de las protestas ciudadanas ha provocado un cambio sustancial en la percepción que tienen los votantes de los partidos mayoritarios. No solo esto; ha generado una reflexión política a pie de calle que trasmuta el mapa clásico que ha alimentado hasta ahora el escenario ideológico español. El votante conservador se vuelve tan escéptico como el de izquierdas, y a causa de las mismas razones que provocan el desencanto del vecino. El votante deja de observar su filiación política apoyado tan solo en una irracional empatía ideológica o una tradición familiar. La democracia se ha convertido en la única religión del pueblo soberano, más allá del frágil sistema representativo que la sostiene. Es previsible -si es que al calor de nuevas vacas gordas no se nos tuerce el ánimo y se nos borra la memoria- que este fenómeno social provoque una transformación política. Los mensajes de conservadores y progresistas se volverán más centristas, en busca de ese alto porcentaje de votantes inestables. Pero a su vez, ese electorado no desea centrismos complacientes, sino hechos consumados y leyes vinculantes, signos palpables de un viraje significativo que afecta no solo a las políticas particulares de cada partido, sino a acuerdos globales en el Congreso que afecten a la propia estructura institucional. Ya no nos basta la perlocución habitual del puedo prometer y prometo, o el recurso al ataque feroz contra el adversario político. Al político actual se le perdido el manual que hasta ahora le ayudaba a orientarse sobre el perfil del votante español. Debe como quien dice volver a reescribir el guión, a escuchar más cerca la voz popular, alérgica cada vez con más energía a los catecismos ideológicos que caracterizaron al viejo siglo XX.En lo que respecta a la ciudadanía, debemos reconocer que existe un espacio público compartido, que actúa más allá de la afección ideológica, y que lucha por objetivos comunes. Por citar un caso reciente, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) no es un movimiento social ideologizado, pese al interés político por fiscalizar sus beneficios. Defiende una causa moral universal, de orden constitucional, no partidista. Poco importa la filiación política de cada participante. Lo que importa es la recuperación de una forma de hacer política que enganche directamente con las necesidades reales de la ciudadanía, y no con variables macroeconómicas que el votante de a pie desconoce y no tiene por qué valorar. La ciudadanía estamos recuperando la visión primigenia del concepto democracia, y reconfigurando con ello la vieja taxonomía ideológica que dividía el universo en izquierdas y derechas. Sería una pena que el tiempo se lleve esta venturosa mutación. De seguro los partidos políticos intentarán por todos los medios hacer suyo este espacio público, a fin de recuperar el afecto perdido. Del auge de esta nueva ciudadanía debiera originarse la esperanza de nuevas formas de entender lo público, la semilla de ideas compartidas, alejadas del modelo clásico de partido blindado. Quiere uno pensar que estos gestos no quedarán en una brisa pasajera y que supondrán el renacer de nuestra mayoría de edad como democracia.