Hace un par de semanas estábamos cenando en casa de unos de amigos –contra todo pronóstico todavía queda gente lo suficientemente temeraria como para contarnos entre sus amistades- cuando el anfitrión, entre bocado y bocado de jabalí con compota de lombarda, me dijo en un tono la mar de casual “¿Te acuerdas de lo que me dijiste el otro día?”
Obviamente, con la incontinencia verbal que me gasto desde mi más tierna infancia, me quedé con cara de póker intentando adivinar cuál de todas las sandeces que acostumbro a decir se había quedado prendada en su memoria esta vez.
Viendo que me hallaba en un singular aprieto, continuó sin darme tiempo a deglutir siquiera “Lo he pensado mucho y al final he decidido hacerte caso y rechazar la oferta de trabajo de los suecos. Me ofrecían X mil más de lo que gano pero tenías razón, no merece la pena”
Les voy a ahorrar la cantidad exacta de miles de euros más que le ofrecían porque en los tiempos que corren es hasta obscena. Pero eran muchos, muchísimos, créanme.
Viendo que me iba a dar un síncope allí mismo, mi cerebro se lanzó a un rewind atolondrado en busca de las palabras culpables de aquel atropello. Y por fin me vi, copa de rioja del 94 en mano, diciendo como si cualquier cosa que la única cosa para la que gustaría tener más dinero es para comprar tiempo del padre tigre. Chupa del frasco. Carrasco.
Poco me faltó para abofetearle allí mismo por insensato. A quién se le ocurre escucharme a mí, de entre todas las personas de este mundo, para tomar una decisión de cierto calado sabiendo lo enajenada que estoy desde que mi máxima responsabilidad es encontrarle el punto de sal a la porrusalda.
Se pueden ustedes imaginar lo consternada que salí de aquella cena barajando muy seriamente tomar los votos de silencio por el bien de la humanidad y, sobre todo, de los pobres incautos que me rodean.
Haciendo memoria me di cuenta de que no era la primera vez que animaba, directa o indirectamente, a algún allegado a tomar decisiones nefastas en términos económicos.
Como aquella vez que le aconsejé a mi amiga la de Albacete que vendiera su vivienda unifamiliar por menos de lo que costó y se fuera de alquiler. Confieso que cuando vamos de visita (al piso de alquiler) todavía le doy a probar al periquito la comida por miedo a que su marido le haya echado cianuro para deshacerse de una vez por todas de mi incómoda a la par que ruinosa presencia en su vida. Por lo visto también me culpa por haberles engatusado para tener cuatro hijos.
Teniendo en cuenta que he dedicado mi vida profesional íntegra a las finanzas en sus múltiples vertientes, esta querencia hacía la inmolación financiera de propios y ajenos es cuanto menos preocupante.
Sin embargo, y aunque los muchos miles euros aquellos todavía me escuecen, es cierto que creo que una de las características de la madurez financiera es precisamente la de saber cuándo hay que perder dinero y por qué.
El dinero, aunque a veces sea difícil recordarlo, es una representación, en ocasiones tan sólo gráfica, de un recurso, nada más. No es un fin en sí mismo, es una unidad de intercambio que nació con el único fin resolver una incomodidad: la de tener que llevar la vaca a los grandes almacenes para cambiarla por unos Loboutin con el riesgo añadido de que en ese momento a la dependienta se le antojen más dos fardos de trigo que tu vaca.
Nos vanagloriamos del dinero ganado y las inversiones rentables mientras callamos nuestras miserias económicas de cada día, pero muchas veces es más inteligente perder dinero que ganarlo.
El dinero, como todo, tiene un precio y, por desgracia, solemos pagar de más.
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