Selene
Llevaba más de siete años asistiendo al conservatorio, así que sus dedos debían deslizarse por las teclas del piano con suavidad, con delicadeza, como saludando a un viejo amigo. Sin embargo, aquel día saltaban de un lado a otro con aire caótico, a trompicones, produciendo una melodía confusa que no terminaba de
satisfacer a Rosario.
— Para, Selene. Empieza desde el principio otra vez. — dijo a su alumna. La chica levantó la vista de la
partitura. Tenía la frente perlada de sudor y los ojos azules entrecerrados. — ¿Qué ocurre?¿Te duele la
cabeza? Ve al baño y lávate la cara.
La chica se levantó, bajo la atenta mirada de sus compañeros de clase. La mayoría estaban acostumbrados
a las frecuentes jaquecas de Selene. Lucas, sin embargo, era la primera vez que la veía así.
— ¿Qué le pasa? — preguntó.
— No es nada. — dijo Rosario. — Solo le duele la cabeza.
Para Selene, la jaqueca era el menor de sus problemas.
Abrió el grifo y recogió el agua con las manos, aunque no tenía intención de lavarse la cara. Una vez se
había alejado del resto de los músicos, sus nervios habían disminuido, y con ellos el volumen de la música...
La música. La primera vez que la oyó fue en verano, con siete años recién cumplidos. Selene paseaba de la mano de su padre por el parque cuando, de repente, una dulce melodía se adueñó del aire. Parecía
proceder, al mismo tiempo, de todas partes y de ninguna. Era preciosa: suaves violines, flautas que
quitaban el hipo y un clarinete que daba al conjunto un toque exótico, casi mágico. Selene se vio
conquistada por aquel concierto, y cuando preguntó a su padre si le gustaba, él le respondió arqueando
una ceja.
— ¿Entonces no te gusta?
— ¿El qué no me gusta?
— La música. ¿No te gusta?
El padre de Selene no supo qué responder.
— Yo no oigo nada.
Al atisbar en los ojos de su padre un brillo de verdadera duda, a Selene, por un segundo, le preocupó que nadie más pudiera escuchar la melodía de los violines, las flautas y el clarinete. Ese único segundo fue
suficiente para que la música cambiara.
Los violines aceleraron: ahora las notas avanzaban a un ritmo frenético. Las flautas, cada pocos segundos, escupían golpes de aire tan violentos que a Selene le parecía sentir el viento más fuerte en su cara. El clarinete dejó de sonar, y fue sustituido por unos platillos que se intercalaban con las flautas, produciendo una sensación descorazonadora en el pecho. Selene se llevó las manos a los oídos, horrorizada, y a medida que su miedo aumentaba, la melodía se hacía más y más retorcida.
Su padre la llevó de inmediato al hospital, donde varios médicos la vieron. La música salvaje siguió saliendo de las cortinas, de la camilla, de las luces del techo y las baldosas del suelo, hasta que una enfermera muy amable le explicó a Selene que solo se trataba de un ataque de jaqueca. La niña acabó convenciéndose, y
los violines, las flautas y los platillos se callaron para dar paso a un piano que sonaba muy bajito y muy
tranquilo. Acompañada por la nueva melodía que llenaba cada rincón de la habitación, Selene se fue
quedando dormida. Decidió que quería tocar el piano.
Más de siete años después, Selene sabía tocar el piano. Y seguía escuchando la música todos los días, ahora
con la certeza de que era la única capaz de hacerlo.
Con el paso del tiempo había aprendido que, en la mayor parte de los casos, la música estaba
estrechamente relacionada con sus emociones. Había, sin embargo, situaciones excepcionales en las que la cosa era bien distinta.
Cuando salió aquel día del conservatorio se despidió de Rosario, cruzó miradas con el chico nuevo, se puso los guantes, el gorro y la bufanda y salió por la doble puerta de madera. Un aire demasiado frío y unas luces demasiado brillantes aturdieron por un instante sus sentidos. Cuando se acostumbró al exterior, metió las
manos en los bolsillos y echó a andar. Pasó por delante de una iglesia. En su interior, una coral cantaba un villancico lento, melancólico, que se entremezcló con aquel tan alegre que salía de las luces rojas y doradas que colgaban de los edificios. Una sonrisa apareció en los labios de la chica.
En muchas ocasiones, la música que todo el mundo podía escuchar se mezclaba con la que solo podía escuchar Selene, y la unión solía ser desastrosa. Era difícil, pero a veces, en momentos como aquel, ocurría todo lo contrario. Las dos melodías se complementaban a la perfección, rellenando los espacios en los que a la otra le faltaba ese algo mágico, haciendo de dos canciones normales una verdadera obra de arte. La música tenía sus cosas malas, sí, pero también las tenía buenas. Selene cerró los ojos, aún sonriente, deseando poder recordar siempre aquella mezcla. Estuvo así unos instantes, y habría estado más tiempo aún si el chico nuevo no le hubiera dado un toque en el hombro.
— ¿Qué haces?¿Te sigue doliendo la cabeza? — dijo Lucas. Sus palabras debieron accionar un resorte
invisible, pues el villancico alegre de las luces dejó de ser alegre y se convirtió en el zumbido
desacompasado de una orquesta mal organizada. La música evocaba peligro, intranquilidad, descontrol,
pero Selene no se sentía así en absoluto.
— Sí, pero no te preocupes, se me pasa rápido. — mintió. La música, que en principio solo había ocupado la
iluminación navideña de la calle, se había extendido rápidamente por la red eléctrica, transformando cada
fuente de luz de la ciudad en un enjambre de instrumentos confusos, para al final saltar hasta el móvil que
Lucas llevaba en el bolsillo.
Aunque el sonido era atronador, Selene había resistido otros peores. Lo que no podía aguantar era la
inminente sensación de que debía irse de allí cuanto antes, sensación que eclipsaba lo que verdaderamente pensaba.
No era la primera vez que le ocurría algo como aquello.
Un día del año anterior a ese, Selene iba de camino al colegio cuando comenzó a escuchar un zumbido
similar al del día del conservatorio, pero más acelerado. Era un ruido molesto, que le incitaba a salir
corriendo de allí, a alejarse todo lo posible. Lo siguió con la cabeza y se encontró con que procedía de una maceta de petunias que descansaba en el bordillo de un balcón. No le prestó demasiada importancia hasta que, segundos después, escuchó el grito de la señora a la que se le había caído encima.
Según le contaron, nada importante: brazo fracturado y numerosos cortes. Había tenido suerte. Pero eso a Selene no le tranquilizaba. Sobre todo, porque las situaciones como aquella iban en aumento, y evitarlas
era cada vez más difícil.
En última instancia, la chica había decidido optar por el camino fácil: cada vez que escuchaba el zumbido,
salía corriendo.
Al hacer esto, no había podido enterarse de cómo terminaban la gran mayoría de situaciones. No había
podido enterarse de que solo diez de ellas habían acabado mal, al igual que ignoraba que el zumbido era un sonido tan común como cualquiera de los otros que escuchaba, y que no tenía nada de oráculo o profecía.
Por eso, en cuanto oyó que salía del móvil de Lucas, echó a correr. En menos de quince minutos llegó a su casa, y en lugar de la ya conocida sensación de seguridad que solía sentir cuando evitaba el peligro, se encontró con un revoltijo de sentimientos que impedían que pensara con claridad. ¿Estaría Lucas bien?
Parecía un buen chico y ella, en lugar de ayudarlo, había salido corriendo. Además, ¿por qué ocultarlo?, le apetecía quedarse un rato más con él y escuchar el villancico una y otra vez.
Lucas llegó sano y salvo a casa.
Quedaba menos de una hora para que comenzase el Concierto de Año Nuevo del conservatorio. Selene,
sentada en su cama, tenía el ceño fruncido y los labios apretados.
Estaba muy, muy enfadada. Enfadada con la música, con el conservatorio, consigo misma. Enfadada,
también, con Lucas, aunque no terminaba de comprender el por qué.
En las últimas semanas, los zumbidos habían aparecido con tanta frecuencia que Selene había perdido la
cuenta, siempre en situaciones normales, tranquilas, que difícilmente podrían resultar peligrosas. La
música me protege, había creído desde que la escuchó por primera vez, pero ahora comenzaba a
cuestionarse si sería o no verdad.
Sus padres y su hermano iban a ir a la función en coche: el cielo estaba surcado de nubes grises que
descargarían en cualquier momento. Selene quería llegar con tiempo, y su familia saldría en el último
segundo, así que cogió un paraguas y se fue.
Era uno de enero. Los efectos de la noche anterior seguían siendo visibles en las calles, desde el suelo
cubierto de confeti hasta el profundo silencio que indicaba que la gente seguía en casa, probablemente
durmiendo. Cuando apenas le quedaban unos minutos para llegar al conservatorio, comenzó a llover.
Selene, por primera vez en mucho tiempo, fue capaz de oír lo que muchos consideran silencio: el
repiqueteo de las gotas al caer al suelo, sus propios pasos al andar, el aire entrando y saliendo de su nariz…
Recordó Cantando bajo la lluvia y le entraron unas ganas locas de salir del paraguas y bailar, de dejar que la lluvia la mojara, de reír y escuchar con claridad su risa. Sabía que no debía hacerlo: se había arreglado para la función, y quedar empapada de pies a cabeza no sería lo más correcto. Le bastaba con sacar un brazo del paraguas. Solo sentir la lluvia en la palma de la mano. Solo eso.
Así que lo hizo.
Y comenzó la catástrofe.
Tambores y una trompeta que desafinaba a golpes secos. Gong. Violines que sonaban al unísono en un
tono demasiado agudo. Gong. Una gaita que repetía una y otra vez la misma serie de cuatro notas, más
rápido en cada ocasión. Gong.
Cada gota que caía de las nubes emitía una melodía distinta. Cuando llegaba al suelo, se disolvía con el
ensordecedor choque de dos platillos. Entonces, con una gota nueva con una nueva melodía, el ciclo volvía a empezar.
Selene sentía que se ahogaba, se ahogaba, se moría. Eran demasiados sonidos a la vez, no podía
aguantarlos todos, cambiaban tan rápido que no daba tiempo a recordarlos, y después estaban los gongs, que sonaban más fuerte con cada ciclo, que intentaban desordenar un desorden aún mayor. Algunas
melodías sonaban tan cerca que Selene se asustaba y daba un bote, y otras venían de muy lejos, y se
mezclaban con otras peores, y el conjunto era un enjambre horrible y gigante que sonaba demasiado
fuerte, demasiado fuerte. Selene se ahogaba en los oídos, en la garganta, en el estómago, se ahogaba y las gotas la hundían en el suelo hasta la altura de las orejas, pero las dejaban fuera para que siguiera oyendo el caos, para que no oyera nada. Llegó un momento en el que no oía nada, porque la música tenía tanta
fuerza que su mente agarró el enjambre e hizo que se convirtiera en la nueva definición de silencio. Ahora
era un ruido de fondo, pero no había ruido de frente, no había nada, solo había nada, nada que escuchar,que la hundía más y más, que le perforaba la cabeza y le golpeaba con fuerza y hacía que le salieran
lágrimas de los ojos. Selene no sabía cuánto tiempo había pasado, pero sintió que dos manos se posaban en sus hombros. No podían ser las suyas, porque las estaba usando para cubrirse los oídos. Abrió los ojos
poco a poco, y creyó ver a tres muchachos sentados en el suelo, justo en frente suya. Solo reconoció a uno con los ojos marrones, o verdes, no lo podía ver bien, no con la música. Los chicos, al notar que respondía,
se dieron prisa en tenderle un paraguas. Solo entonces, Selene se dio cuenta de que no tenía el suyo, y de que, al igual que los chicos, estaba sentada en el suelo.
— ¡…Selene…favor…contesta! — comenzaban a llegarle palabras sueltas, y aunque sabía que procedían de
personas distintas, todas las voces le parecían iguales. Poco a poco, sus pensamientos también se
esclarecieron.
¿Por qué le había hecho eso la música?¿Qué tenía de peligroso dejar que su mano se mojara? Pensándolo
mejor, ¿qué tenía de peligroso, por ejemplo, el móvil de Lucas?¿O aquella tienda de antigüedades que
tanto le había gustado?¿Y el cachorro de labrador que había intentado ayudar a principios de curso? Volvió a pensar en Cantando bajo la lluvia, en la letra de la canción. Le pareció escucharla muy bajito, por detrás del enjambre que seguía aguijoneando su cabeza.
— Rápido, tío, vamos a tener que llamar a una ambulancia.
— ¿Cuál era el número de emergencias?
— ¡Y yo qué sé!
Las voces le llegaron de repente muy nítidas. Vio los ojos abiertos de par en par de Lucas, la mandíbula que temblaba de un niño algo más pequeño, y a Isaac, otro chico del conservatorio, con un teléfono en la mano.
— No hace falta que llaméis. — murmuró, con el ceño fruncido. — Ya estoy mucho mejor que antes.
De no ser por sus padres, que le trajeron ropa seca y una toalla, Selene no habría podido tocar aquel día, y los doscientos veintiséis asistentes al Concierto de Año Nuevo se habrían perdido la pieza de piano mejor
interpretada que sus oídos fueran a escuchar jamás. Aquella tarde cayeron muchas lágrimas: las del
público, de sobrecogedora emoción; las de Rosario, de orgullo y sorpresa por la actuación de su alumna; y la de Selene, de pura rabia, de pura música.
Cuando el Concierto terminó, salió directa al patio del conservatorio, ignorando las felicitaciones que le llegaban de todas partes.
El patio era una zona reservada a los músicos, así que la mayoría de sus compañeros ya estaban allí, bajo el porche, mirando el césped mojado que se extendía frente a ellos y que no podían pisar.
Selene quería bailar. La música seguía diciéndole que no, mandándole trompetas y tambores que debían
intimidarla, pero que ya no lo conseguían. Y la opinión de la música le era indiferente, porque bajo el
descoordinado ritmo de las trompetas y los tambores comenzaba a escucharse, más fuerte por momentos,
Cantando bajo la lluvia. Cada vez que la música le daba un golpe, Selene se aferraba a esa canción, y esta, a
su vez, se hacía más nítida, casi real. Cuando ya no pudo soportarlo más, dio un paso hacia el césped.
Después dos, tres, cuatro…
Ya estaba fuera. Sentía dos lluvias cayéndole, la de verdad y la de la música, que intentaba hundirla con
cada nota, y con cada nota Selene andaba más erguida, más segura. Desde el porche, sus compañeros la
miraban con asombro. Ya podía escuchar con claridad Cantando bajo la lluvia. Y supo lo que debía hacer.
— ¿Por qué no bailamos? — gritó al porche. Los músicos intercambiaron miradas cargadas de un asombro
aún mayor.
— ¿Bajo la lluvia?
— Como en la película… — dijo Lucas. Sacó de su bolsillo el teléfono móvil, y después de unos segundos,encontró lo que buscaba.
Cantando bajo la lluvia sonaba ahora en dos realidades al mismo tiempo. En el móvil de Lucas, a todo
volumen, animando a los músicos a bailar, y en las gotas de lluvia, en el césped y en la propia risa de
Selene. Al fin pudo bailar bajo la lluvia, pero al ritmo de su propia música, como siempre había querido,
como siempre había debido ser.