Revista Libros
Nunca he sido gran defensora de aquello de “bien está lo que bien acaba”, quizá porque me parece tan solo una variante optimista y bienintencionada del muy expeditivo “el fin justifica los medios”. Sí estoy conforme, en cambio, al menos en lo que a literatura se refiere, con un posible corolario del primero, “mal está lo que mal acaba”. Y es que, como dijo ya hace más de dos milenios el maestro Aristóteles, un mal final es capaz de hundir en la miseria cualquier historia, por mucho que esta haya podido ofrecer. Viene esto a propósito de la última novela de McEwan, Operación Dulce,sobre la que, como mi buen amigo Milo Krmpotic’, llevo algunos días vacilando.
El caso es que, como me suele suceder con las novelas de McEwan, disfruté de lo lindo; al menos con tres cuartos de la misma, una historia más o menos clásica de espionaje de segunda fila que participa de unos cuantos loci de la Bildungsromany puede leerse también como una trama nupcial. ¡Ahí es nada! Está esta protagonizada por Serena Frome en los primeros ’70, cuando las traiciones de Burgess y MacLean -aprovecho, por cierto, para recomendarles la magnífica serie The Hour, cómo no, firmada por la BBC- sonaban ya un tanto lejanas y el país se paralizaba por las primeras huelgas mineras. La misión de Serena puede parecer y, de hecho, es, un tanto peregrina: reclutar para la Operación Dulce -claro está, sin que este lo sepa-, a Tom Haley, un escritor incipiente que colabore, junto con otros autores, en la campaña anticomunista del MI5. Lo pasé como los indios, es cierto, hasta su mismo final, donde el autor peca, creo, de ingenuo y comodón y se sirve de un cierre idéntico al de una novela previa. Y hasta aquí puedo leer... El caso es que, por repetido, el final se convierte en una ruptura de la ilusión poética y en un atentado en toda regla contra el pacto de ficción y el lector reacciona con enfado y, por bien que se lo haya pasado por el camino, se siente casi casi tan estafado como si todo hubiera sido un sueño...