Revista Cultura y Ocio
Sofía 19:20 – 17:20 ZULU
Sede de la IAB
El repentino silencio fue tan intenso que incluso los aparatos parecieron callar su ruido blanco en la habitación de vigilancia. Hristo no respiraba. Aunque él no tenía conocimiento de la misión de Dimov y sus pormenores (como el hecho de que era prioritario que los planos no cayesen en manos ajenas), era capaz de captar sin lugar a dudas la tensión presente. Y supo que algo iba a pasar con tanta seguridad como lo sabía Plamen.
“¿No se supone que es un pequeño genio?” pensó el agente Dimov. “¿A qué clase de imbécil se le ocurre llevar en un portátil información tan valiosa y confidencial?”
Sin embargo, la respuesta acudió inmediatamente a su mente. La clase de imbécil que no quiere mantener el secreto, pero que tampoco puede desvelarlo abiertamente sin atenerse a severas consecuencias. De hacerlo, seguramente sería acusado de traición, el cuerpo de seguridad nacional se habría echado sobre él y nunca más se le hubiese visto. Sin embargo… ¿Quién podía culparle si, por ejemplo, alguien le robaba el portátil y difundía la información? Probablemente ya tenía preparada la liberación de los planos con un cómplice, el muy estúpido.
El vigilante se quedó por un momento tan estático como los demás, incrédulo y tratando de comprender el alcance de semejante declaración, de tal forma que a Dimov casi le pareció una persona normal; pero luego sonrió cálidamente al herido, como si no tuviese ningún problema con lo que acababa de decirle.
- No nos habían informado. ¿No le preguntó el agente Dimov respecto a esta importante cuestión? – preguntó al cabo el vigilante.
Hristo apretó con las manos los reposabrazos de su cómoda silla. Lo hizo tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos. Dimov le dedicó una breve mirada de reojo, pero su acompañante estaba demasiado centrado en la pantalla para darse cuenta.
- No, no me ha preguntado nada de eso, estaba interesado más bien en con quién había estado hablando – respondió Galvech.
Antes de que lo dijeran, Dimov ya estaba preparándose mentalmente para lo que iba a pasar, ideando una ruta y calculando posibilidades.
- ¿Puedes ir a por el agente Dimov? – dijo el vigilante jefe a su subordinado – Tenemos que hablar largo y tendido con él – y a continuación miró a cámara.
Plamen supo que sabía que observaba, lo supo por la mirada de superioridad y la mueca de satisfacción en su rostro. “Te cogí” parecía decir aquel gesto. Pero no era cierto, aún no le habían cogido. Aún no.
El vigilante de menor rango salió de la estancia presto a cumplir la orden. Dimov y Hristo miraron a la pantalla contigua, donde se le veía avanzar por el pasillo mientras sacaba las esposas. Plamen miró a su colega, y su colega le miró a él. Por un instante, ninguno de los dos se movió.
- Joder, tío… - dijo Hristo.
Una pequeña bajada de defensas que Dimov aprovechó. Antes de que Hristo se diera cuenta, había sacado su arma y le apuntaba con ella. El chasquear de los pasos del vigilante seguía resonando en la estancia mientras su imagen iba pasando de una pantalla a otra a medida que avanzaba.
- Abre la puerta, Hristo – exigió Dimov.
- Sabes que no puedo hacer eso, Plamen. Baja la pistola, por favor, habla con ellos.
- No me digas que hable con ellos, conoces sus métodos de interrogatorio. Soporté lo indecible por la patria y la agencia a manos enemigas, y volvería a hacerlo, pero no voy a permitir que mis aliados me traten como a un traidor. Abre la puerta, Hristo.
- No – el hombre volvió ligeramente la cabeza. El vigilante aún había recorrido sólo una cuarta parte del camino.
- Abre – repitió Dimov.
- No voy a convertirme en tu cómplice, Plamen.
- Abre – Dimov amartilló el arma.
- ¿Qué vas a hacer cuando me mates? ¿Pulsarás todos los botones hasta dar con el correcto? Antes harías saltar cien alarmas.
- ¡Abre la maldita puerta o te juro por Dios que te vuelo la cabeza, Hristo! – se exaltó Dimov.
Su compañero le miró de arriba abajo. El cañón apuntaba a su cabeza. Finalmente asintió, se volvió hacia su teclado y pulsó uno de los millares de botones.
El fogonazo de luz sólo cogió por sorpresa a Dimov. Hristo actuó rápido, golpeando con certeza en la mano con la que Plamen sostenía el arma. No consiguió que la tirase, pero al menos estaba cegado y ya no le apuntaba.
Dimov hubiera podido matarle nada más ver la luz, pero el agente no tenía esa intención, quizás en verdad nunca la había tenido. Cerró los ojos con fuerza, en ese momento sólo le distraían, y se concentró en el sonido. Cuando escuchó algo metálico supo que había recogido el cuchillo de la mesa, pero no pudo esquivar debidamente el ataque y sintió la hoja cortándole el brazo. Fue un corte absurdo, poco profundo. Era el cuchillo que había usado para cortar el pan del bocadillo, no un arma afilada.
Hristo no era un agente de campo, que en pocos segundos podría haberse ocupado de un oponente cegado, y aquello le pasó factura. Porque Dimov sí era un agente de campo. Golpeó limpiamente con la culata de la pistola en el hombro de Hristo, que lanzó un quejido. Cuando iba a golpear por segunda vez, su víctima se defendió, esgrimiendo el poco amenazador cuchillo. No llegó a herirle, pero le hizo retroceder lo suficiente como para poder levantarse y dar una fuerte patada a su mano armada.
Que no fuese un agente de campo no significaba que no hubiese sido adiestrado en absoluto.
La mano de Dimov chocó contra la pared y él sintió que se le rompía un dedo, mientras el arma caía al suelo. El dolor no le retuvo, pronto lo controló como si fuera sólo una molestia. Hristo lanzó un nuevo ataque, que Dimov esquivó para luego agarrarle la muñeca donde portaba el cuchillo. Le hizo girar, levantó el pie izquierdo hasta apoyarlo en su costado y, de un rápido golpe seco, le sacó el hombro de sitio. La articulación crujió ostensiblementeal ser desencajada.
Hristo no estaba tan acostumbrado al dolor como su compañero, y gimió cayendo sentado sobre su silla, soltando el cuchillo y agarrándose el brazo como si se le fuese a caer. Dimov miró las pantallas, buscando al vigilante. Sólo le faltaban unos escasos minutos para llegar.
- Eres un hijo de la gran puta, Plamen – se quejó Hristo -. Dios, cómo duele…
Intentó mover el hombro y aguantó a duras penas un grito de dolor, inclinándose y pulsando uno de los botones de su teclado con el codo. La puerta se abrió. Dimov aún estaba maravillándose de su suerte cuando sintió los ojos de Hristo clavados en él.
Tenía la cabeza baja, evitando las cámaras, pero le miraba con intensidad, y con sus labios le vio perfilar dos palabras:
“Huye, Plamen”