Revista Educación

Ora et Labora

Por Juancarlos53
Ora et Labora

Desde que Iñaki, iba ya para tres años, fue despedido de la empresa, él y su mujer Nerea no hacían más que pensar en cómo subsistir. Sus hijos, a punto de salir de la etapa infantil e ingresar en la de púberes, eran su máxima preocupación. ¿Cómo hacer para que Marco y Luna no notaran las carencias que por fuerza estaba comenzando a sufrir la familia? Había maneras de afrontar la situación, claro, pero en general parecían malas soluciones, pues podían significar pan para hoy y hambre para mañana. «Sí, claro, eso es verdad», contestaba siempre Iñaki a Nerea cuando ésta mostraba sus reticencias a los planes insólitos que a veces se le pasaban por la cabeza a su marido.

—Esta mañana en el paseo de los tilos me encontré con Leonard, mi antiguo compañero de colegio

—¿Bernstein, el músico? —preguntó irónicamente Nerea a Iñaki, quien todos los días volvía a casa con encuentros a cual más sorprendente: «He tomado un café con Sigmund y le he contado nuestra situación»; «me dijo Barnard que no hay mal que cien años dure» y sorpresas peripatéticas de este tenor— Debías bajar de la nube, Iñaki. No sé si eres consciente de que confundes la realidad con lo que imaginas mientras paseas. Unos días te topas con el famoso cardiólogo, otros con el psicoanalista de marras, y hasta has llegado a cruzar unas palabras con un presidente norteamericano y un monarca emérito. ¡Despierta, Iñaki, despierta!

 Confuso y con los ojos hinchados Iñaki, inmerso aún en la bruma del sueño, creyó que su mujer, desde no sabía qué lugar, le estaba diciendo algo: «Sí, sí, ¡ah! ¿dónde estoy, cariño?» 

—¿Cómo, que dónde estás, Iñaki? Donde siempre, ¿dónde si no?

—He soñado que la puerta de casa estaba inexplicablemente abierta y que alguien, un niño, estaba allí cuando yo, completamente nervioso, me llegaba hasta ella —con voz triste el ingeniero se dirigió a su mujer, quien sin hacerle caso ya estaba retirando las mantas y las sábanas de la cama de su marido.

—Me tienes hartita, Iñaki, ¿lo sabías? —sin dirigirle la mirada Nerea comenzó a vomitar la letanía de agravios habitual entre ellos durante los últimos 12 años de los 15 que llevaban oficial y jurídicamente unidos en matrimonio.

Y como había aprendido a hacer desde hacía ya 8 el profesional de las telecomunicaciones optó por no replicar y perrunamente seguir las indicaciones de su esposa.

—¡Ay, amor, que se fue por el aire! ¡Ay, amor, que se fue y no vino! 

—¿Otra vez de vuelta el burro al trigo? —con enfado y sin ningún afán de ser respondida preguntó Nerea a su marido— Menos hablar y esconderte bajo un alud de palabras y más, ¡querido!, encontrar solución a nuestros problemas. Te pregunto: ¿Sabemos ya qué hacer con Marco y con Luna? No podemos alimentarlos debidamente, tú sin trabajo has perdido el sueldo y yo sin un marido que lucir no puedo acceder a las gentes a las que sonsacaba buenos dineros.

—¿Sabes, Nerea? El niño de mi sueño se parecía mucho a Marco y bajo el brazo llevaba algo. No sé qué, pero llevaba algo que parecía querer ofrecerme y…

—¿Y Luna no aparecía por allí? —le interrumpió Nerea, harta ya de tanta tontería. Y es que Iñaki se iba habitualmente por los cerros de Úbeda— Despierta, Iñaki, te lo vuelvo a repetir. Baja de la nube. Los sueños, lo sabes bien, sueños son. Luna, la niña, no aparece en tus visiones nocturnas porque nunca la has querido. Para ti solo existe Marco, eres un machista de tomo y lomo.

—¿Sí? ¿Lo crees de verdad así, Nerea? —incrédulo, preguntó Iñaki a su esposa— No hay tal, cariño. Creo que sí Luna no aparece en mi sueño junto a Marco es porque ella va a ser parte de la solución. Creo que ella va a salvarnos. No sé cómo, pero algo hará.

Semanas más tarde Nerea e Iñaki decidieron ejecutar los planes tantas veces meditados. Tomaron junto a sus dos hijos el tren hasta la localidad donde todos hablaban de enormes casas de chocolate. Al llegar allí nada vieron de lo imaginado tanto tiempo. No había más que casas de adobe que poco sobresalían del terroso suelo. Apenas si les quedaba dinero para regresar a casa ellos dos; los cuatro, imposible. Con gran dolor de su corazón pusieron en marcha el plan B.

—Niños, Marco, Luna, podéis dar un paseo por aquí. En unas horas volveremos a casa. Si no nos veis, no os preocupéis, estaremos haciendo compras para decorar vuestras habitaciones —casi a un tiempo, con la cabeza baja, sin querer enfrentarse a la mirada limpia, clara e inocente de sus hijos, farfullaron apenas Nerea e Iñaki .

Ni Marco ni Luna alcanzaban los once años. La ingenuidad y el amor ciego a sus padres era lo que los guiaba. Luna era la mayor, la más avezada, poseía una intuición superior a la de su hermano. Luna dudaba de las intenciones paternas. Ella no sabría formular sus sospechas, que como un monstruo, como una hidra, como una masa informe, ya imposible de controlar, iba formándose y creciendo en su interior. Por ello, cuando sus padres se alejaron, sin saber muy bien por qué los siguió, primero con la vista y luego, ocultándose ella y Marco de sus miradas. Iñaki y Nerea caminaban rápido, nerviosos, mirando a un lado y a otro como con temor o vergüenza. Se detuvieron para preguntar no sé qué a un joven transeúnte. La muchedumbre aumentaba por momentos; Luna y Marco casi no podían ya distinguir a sus padres entre el gentío. En un instante los niños se encontraron perdidos, inmersos en la vorágine humana que los rodeaba. Giraron a la derecha y luego tras unos instantes de indecisión a la izquierda. Nada. Sólo gente, gente y más gente. Ambos comenzaron a sentir el miedo de verse solos y perdidos en una ciudad que no conocían. A lo lejos una luz, humo y un cartel que no comprendían les atrajo como un imán.

—¿Qué dice ahí? — preguntó medio llorando Marco a su hermana.

—Espera, no conozco bien la lengua en la que está escrito ese letrero, pero por los dibujos que figuran bajo cada una de las palabras: una libra de cacao y un papapayo o un loro, sí, creo que es un loro, interpreto que el cartel puede decir algo así como “La Casa –o Fábrica- de Chocolate” o, quizá, “El chocolate del loro”.

—¿Y eso qué es, Luna, qué quiere decir? —ahogado en un mar de lagrimas exclamó Marco fuera de sí— Tengo hambre, Luna. ¿Vamos a morir?

A la puerta del establecimiento que lucía el cartel distinguieron a un encapuchado, mujer u hombre, difícil saberlo a la distancia que los niños se encontraban, cuya nariz ganchuda destacaba sobre manera en su rostro. Con gesto amable y desde lejos les indicó que se acercasen. Así lo hizo la pareja de hermanos. Al llegar junto al encapuchado, éste nada más verlos les dijo que podría darles algo de comer. 

—Parecéis cansados —señaló con amabilidad para de seguido descubrir su rostro quitándose el capuz. ¡Era un hombre!. A continuación una retahíla de preguntas borboteó de su boca—: ¿Tenéis hambre? ¿Dónde paran vuestros padres? ¿Vivís muy lejos de aquí?

Ora et Labora

Balbuciendo, los niños fueron respondiendo a cuanto les preguntaba el… ¿sería un monje? Algo había en él que les hacía dudar, en especial a Luna. Ella se fijó en la insignia que a la altura del pecho relucía sobre el hábito monástico. Era un escudo embutido en campo de gules rodeado por cuatro cuarteles: dos de ellos con pluma de escribano y los otros dos con flor de lis, el superior, y estrella de los vientos el inferior.

—Estamos perdidos —comunicó Luna al aparecido— y tenemos mucha hambre. ¿Podría usted ayudarnos? Pero antes de nada, permítame: ¿Quién es usted? ¿Dónde estamos?

—Me llamo Isidro y soy el padre abacial de este monasterio —respondió quien era monje por lo que había hablado—. Puedo daros alimento y prepararos para vuestra nueva vida. 

Y sin más preámbulos cogió dos trozos de queso de oveja, los colocó sobre sendas piezas de pan blanco y se los entregó a los niños que lo devoraron como jamás en mi vida he visto hacerlo. Estoy seguro de que ninguno de quienes estáis leyendo o escuchando este relato podríais imaginar la cara de satisfacción y felicidad con que Marco y Luna aplacaron su hambre. No habían acabado aún de comer el pan con queso cuando el abad los instó a entrar en la casa que a pesar de ser lóbrega y austera invitaba  a permanecer en ella por el amable olor que despedía su interior. Era un olor agradable, agridulce, que recordó a Luna y a Marco el dulzor amargo del chocolate. Efectivamente estaban en la Casa del Chocolate. Allí unas grandes máquinas descascarillaban semillas de cacao, otras las tostaban para rápidamente, reducidas a polvo, ser mezcladas con una proporcionada dosis de sal, azúcar y agua. El brebaje resultante era llevado a temperatura de ebullición y vertido a continuación en recipientes para media libra con hendiduras y salientes de manera que al enfriarse las tabletas resultantes pudieran dividirse en piezas más pequeñas, o sea, en chocolatinas.

—Si trabajáis bien y sin protestar podréis quedaros con nosotros. Comeréis cuanto chocolate queráis y si no alzáis la trapa de vuestra voz, el día que así lo deseéis podréis abandonar esta Casa y regresar junto a vuestros padres. Ora et labora es nuestro lema.

Aunque Luna y Marco al principio estuvieron muy tristes por haber sido abandonados por sus padres, sin embargo, gracias al poder euforizante del cacao, cuya ingesta desata una sana tormenta de endorfinas en el organismo, los dos hermanos permanecieron felices en el Monasterio varios años en compañía de los hermanos trapenses quienes les enseñaron el valor del silencio, el esfuerzo y la palabra justa y ajustada. Un día, ya adultos ambos, decidieron regresar a su hogar donde sus progenitores, muy avergonzados, los recibieron y les pidieron perdón. Marco y Luna se lo otorgaron y les aseguraron la felicidad futura gracias a la inmensa provisión de productos de chocolate con que volvieron a casa. «¡Ah!, padres —les dijeron— cuando volváis a tener dificultades como os ocurrió en el pasado no tiréis por la senda fácil del abandono y la rendición, aplicad el lema que aprendimos en el Monasterio palentino de la Trapa, Ora et Labora».


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