Revista Religión
Te entrego y te ofrezco mi adoración, Jesús Eucaristía; te adoro en todas las hostias consagradas del mundo, te adoro en esta hostia santa que estoy contemplando frente a mí [lo que está en rojo se omite si no se está frente al Santísimo], te adoro en todas las hostias reservadas en cada uno de los Sagrarios de la tierra. Hago un acto de adoración a todas las hostias expuestas en las custodias para las Horas Santas o en las capillas de Adoración Perpetua, adoro del mismo modo las hostias ya consagradas que se encuentren sobre los altares en todas las Misas que se están realizando por el mundo en este momento.
Pero también te adoro, oh Jesús Eucaristía, en todas y cada una de las partículas consagradas que se desprenden de la hostia y en las que sabemos que, a pesar de ser casi imperceptibles, estás completamente Tú; te adoro en las pequeñas partículas que quedan en los dedos de los sacerdotes, de los diáconos o de los ministros extraordinarios de la Eucaristía. Te adoro en las partículas que quedan sobre el altar, en los cálices, en los copones, en los purificadores, en los corporales, en las patenas y en cualquier otra superficie o elemento litúrgico. Y te adoro especialmente, Jesús mío, en cada una de las partículas que, por accidente o por imprudencia, caen al suelo al momento de distribuir el Divinísimo Sacramento, allí también te adoro, Señor.
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