Estimados Hermanos y hermanas,
Nos estamos acercando a las Festividades Patrias en un contexto sumamente tenso: son más de 120 conflictos socioambientales en todo el país. Cajamarca es el ápice de un iceberg.
Como creyentes y ciudadanos estamos invitados a dar nuestro aporte para la paz. Démonos el regalo de expresar públicamente nuestro deseo de un Perú según el plan de Dios:
· Somos invitados a LA "CADENA INTERRELIOSA DE ORACIÓN POR EL DIÁLOGO Y LA PAZ",que será presidida por Mons. Piñeiro, el próximo martes 24 Julio, 6 pm, en el atrio de la Iglesia de San Francisco (el hombre-paz), en el centro de Lima.
· Les alcanzo también un extracto de Ecclesiam Suam de Pablo VI, que trata el tema del Diálogo.
Hna. Eleana Salas Cáceres fma
Secretaria Ejecutiva
Comisión Episcopal de Misión y Espiritualidad
Tel. 01-4631010
Mail: [email protected]
Animación Bíblica y Catequesis – CECABI
CARTA ENCÍCLICA «ECCLESIAM SUAM»
DEL SUMO PONTÍFICE PABLO VI
EL "DIÁLOGO"
27. La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio.
Este aspecto capital de la vida actual de la Iglesia será objeto de un estudio particular y amplio por parte del Concilio Ecuménico, como es sabido, y Nos no queremos entrar al examen concreto de los temas propuestos a tal estudio, para así dejar a los Padres del Concilio la misión de tratarlos libremente. Nos queremos tan sólo, Venerables Hermanos, invitaros a anteponer a este estudio algunas consideraciones para que sean más claros los motivos que mueven a la Iglesia al diálogo, más claros los métodos que se deben seguir y más claros los objetivos que se han de alcanzar. Queremos preparar los ánimos, no tratar las cuestiones.
Y no podemos hacerlo de otro modo, convencidos de que el diálogo debe caracterizar nuestro oficio apostólico, como herederos que somos de una estilo, de una norma pastoral que nos ha sido transmitida por nuestros Predecesores del siglo pasado, comenzando por el grande y sabio León XIII, que casi personifica la figura evangélica del escriba prudente, que como un padre de familia saca de su tesoro cosas antiguas y nuevas(44), emprendía majestuosamente el ejercicio del magisterio católico haciendo objeto de su riquísima enseñanza los problemas de nuestro tiempo considerados a la luz de la palabra de Cristo. Y del mismo modo sus sucesores, como sabéis. ¿No nos han dejado nuestros Predecesores, especialmente los papas Pío XI y Pío XII, un magnífico y muy rico patrimonio de doctrina, concebida en el amoroso y sabio intento de aunar el pensamiento divino con el pensamiento humano, no abstractamente considerado, sino concretamente formulado con el lenguaje del hombre moderno? Y este intento apostólico, ¿qué es sino un diálogo? Y ¿no dio Juan XXIII, nuestro inmediato Predecesor, de venerable memoria, un acento aun más marcado a su enseñanza en el sentido de acercarla lo más posible a la experiencia y a la compresión del mundo contemporáneo? ¿No se ha querido dar al mismo Concilio, y con toda razón, un fin pastoral, dirigido totalmente a la inserción del mensaje cristiano en la corriente de pensamiento, de palabra, de cultura, de costumbres, de tendencias de la humanidad, tal como hoy vive y se agita sobre la faz de la tierra? Antes de convertirlo, más aún, para convertirlo, el mundo necesita que nos acerquemos a él y que le hablemos.
En lo que toca a nuestra humilde persona, aunque no nos gusta hablar de ella y deseosos de no llamar la atención, no podemos, sin embargo, en esta intención de presentarnos al Colegio episcopal y al pueblo cristiano, pasar por alto nuestro propósito de perseverar —cuanto lo permitan nuestras débiles fuerzas y sobre todo la divina gracia nos dé modo de llevarlo a cabo— en la misma línea, en el mismo esfuerzo por acercarnos al mundo, en el que la Providencia nos ha destinado a vivir, con todo respeto, con toda solicitud, con todo amor, para comprenderlo, para ofrecerle los dones de verdad y de gracia, cuyos depositarios nos ha hecho Cristo, a fin de comunicarle nuestra maravillosa herencia de redención y de esperanza. Profundamente grabadas tenemos en nuestro espíritu las palabras de Cristo que, humilde pero tenazmente, quisiéramos apropiarnos: No... envió Dios su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por El(45).
LA RELIGIÓN, DIÁLOGO ENTRE DIOS Y EL HOMBRE
He aquí, Venerables Hermanos, el origen trascendente del diálogo. Este origen está en la intención misma de Dios. La religión, por su naturaleza, es una relación entre Dios y el hombre. La oración expresa con diálogo esta relación. La revelación, es decir, la relación sobrenatural instaurada con la humanidad por iniciativa de Dios mismo, puede ser representada en un diálogo en el cual el Verbo de Dios se expresa en la Encarnación y, por lo tanto, en el Evangelio. El coloquio paterno y santo, interrumpido entre Dios y el hombre a causa del pecado original, ha sido maravillosamente reanudado en el curso de la historia. La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple conversación. Es en esta conversación de Cristo entre los hombres(46) donde Dios da a entender algo de Sí mismo, el misterio de su vida, unicísima en la esencia, trinitaria en las Personas, donde dice, en definitiva, cómo quiere ser conocido: El es Amor; y cómo quiere ser honrado y servido por nosotros: amor es nuestro mandamiento supremo. El diálogo se hace pleno y confiado; el niño es invitado a él y de él se sacia el místico.
SUPREMAS CARACTERÍSTICAS DEL "COLOQUIO" DE LA SALVACIÓN
29. Hace falta que tengamos siempre presente esta inefable y dialogal relación, ofrecida e instaurada con nosotros por Dios Padre, mediante Cristo en el Espíritu Santo, para comprender qué relación debamos nosotros, esto es, la Iglesia, tratar de establecer y promover con la humanidad.
El diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente por iniciativa divina: El nos amó el primero(47); nos corresponderá a nosotros tomar la iniciativa para extender a los hombres el mismo diálogo, sin esperar a ser llamados.
El diálogo de la salvación nació de la caridad, de la bondad divina: De tal manera amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito(48); no otra cosa que un ferviente y desinteresado amor deberá impulsar el nuestro.
El diálogo de la salvación no se ajustó a los méritos de aquellos a quienes fue dirigido, como tampoco por los resultados que conseguiría o que echaría de menos: No necesitan médico los que están sanos (49); también el nuestro ha de ser sin límites y sin cálculos.
El diálogo de la salvación no obligó físicamente a nadie a acogerlo; fue un formidable requerimiento de amor, el cual si bien constituía una tremenda responsabilidad en aquellos a quienes se dirigió(50), les dejó, sin embargo, libres para acogerlo o rechazarlo, adaptando inclusive la cantidad(51) y la fuerza probativa de los milagros(52) a las exigencias y disposiciones espirituales de sus oyentes, para que les fuese fácil un asentimiento libre a la divina revelación sin perder, por otro lado, el mérito de tal asentimiento. Así nuestra misión, aunque es anuncio de verdad indiscutible y de salvación indispensable, no se presentará armada por coacción externa, sino tan sólo por los legítimos caminos de la educación humana, de la persuasión interior y de la conversación ordinaria, ofrecerá su don de salvación, quedando siempre respetada la libertad personal y civil.
El diálogo de la salvación se hizo posible a todos; a todos se destina sin discriminación alguna (53); de igual modo el nuestro debe ser potencialmente universal, es decir, católico, y capaz de entablarse con cada uno, a no ser que alguien lo rechace o insinceramente finja acogerlo.
El diálogo de la salvación ha procedido normalmente por grados de desarrollo sucesivo, ha conocido los humildes comienzos antes del pleno éxito (54); también el nuestro habrá de tener en cuenta la lentitud de la madurez psicológica e histórica y la espera de la hora en que Dios lo haga eficaz. No por ello nuestro diálogo diferirá para mañana lo que se pueda hacer hoy; debe tener el ansia de la hora oportuna y el sentido del valor del tiempo (55). Hoy, es decir, cada día, debe volver a empezar, y por parte nuestra antes que por parte de aquellos a quienes se dirige.
CLARIDAD, MANSEDUMBRE, CONFIANZA, PRUDENCIA
31. El coloquio es, por lo tanto, un modo de ejercitar la misión apostólica; es un arte de comunicación espiritual. Sus caracteres son los siguientes: 1) La claridad ante todo: el diálogo supone y exige la inteligibilidad: es un intercambio de pensamiento, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; bastaría este solo título para clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad y cultura humana, y basta esta su exigencia inicial para estimular nuestra diligencia apostólica a que se revisen todas las formas de nuestro lenguaje, viendo si es comprensible, si es popular, si es selecto. 2) Otro carácter es, además, la afabilidad, la que Cristo nos exhortó a aprender de El mismo: Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón(56); el diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es una mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso. 3) La confianza, tanto en el valor de la propia palabra como en la disposición para acogerla por parte del interlocutor; promueve la familiaridad y la amistad; entrelaza los espíritus por una mutua adhesión a un Bien, que excluye todo fin egoístico. 4) Finalmente, la prudencia pedagógica, que tiene muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del que oye(57): si es un niño, si es una persona ruda, si no está preparada, si es desconfiada, hostil; y si se esfuerza por conocer su sensibilidad y por adaptarse razonablemente y modificar las formas de la propia presentación para no serle molesto e incomprensible.
Con el diálogo así realizado se cumple la unión de la verdad con la caridad y de la inteligencia con el amor.
¿CON QUIÉNES DIALOGAR?
35. Nadie es extraño a su corazón. Nadie es indiferente a su ministerio. Nadie le es enemigo, a no ser que él mismo quiera serlo. No sin razón se llama católica, no sin razón tiene el encargo de promover en el mundo la unidad, el amor y la paz.
La Iglesia no ignora la gravísima responsabilidad de tal misión; conoce la desproporción que señalan las estadísticas entre lo que ella es y la población de la tierra; conoce los límites de sus fuerzas, conoce hasta sus propias debilidades humanas, sus propios fallos, sabe también que la buena acogida del Evangelio no depende, en fin de cuentas de algún esfuerzo apostólico suyo o de alguna favorable circunstancia de orden temporal: la fe es un don de Dios y Dios señala en el mundo las línea y las horas de su salvación. Pero la Iglesia sabe que es semilla, que es fermento, que es sal y luz del mundo. La Iglesia comprende bien la asombrosa novedad del tiempo moderno; mas con cándida confianza se asoma a los caminos de la historia y dice a los hombres: Yo tengo lo que váis buscando, lo que os falta. Con esto no promete la felicidad terrena, sino que ofrece algo —su luz y su gracia— para conseguirla del mejor modo posible y habla a los hombres de su destino trascendente. Y mientras tanto les habla de verdad, de justicia, de libertad, de progreso, de concordia, de paz, de civilización. Palabras son éstas, cuyo secreto conoce la Iglesia, puesto que Cristo se lo ha confiado. Y por eso la Iglesia tiene un mensaje para cada categoría de personas: lo tiene para los niños, lo tiene para la juventud, para los hombres científicos e intelectuales, lo tiene para el mundo del trabajo y para las clases sociales, lo tiene para los artistas, para los políticos y gobernantes, lo tiene especialmente para lo pobres, para los desheredados, para los que sufren, incluso para los que mueren. Para todos.
Podrá parecer que hablando así nos dejamos llevar por el entusiasmo de nuestra misión y que no cuidamos el considerar las posiciones concretas en que la humanidad se halla situada con relación a la Iglesia católica. Pero no es así, porque vemos muy bien cuáles son esas posturas concretas, y para dar una idea sumaria de ellas creemos poder clasificarlas a manera de círculos concéntricos alrededor del centro en que la mano de Dios nos ha colocado.
PRIMER CÍRCULO: TODO LO QUE ES HUMANO
36. Hay un primer círculo, inmenso, cuyos límites no alcanzamos a ver; se confunden con el horizonte: son los límites que circunscriben la humanidad en cuanto tal, el mundo. Medimos la distancia que lo tiene alejado de nosotros, pero no lo sentimos extraño. Todo lo que es humano tiene que ver con nosotros. Tenemos en común con toda la humanidad la naturaleza, es decir, la vida con todos sus dones, con todos sus problemas: estamos dispuestos a compartir con los demás esta primera universalidad; a aceptar las profundas exigencias de sus necesidades fundamentales, a aplaudir todas las afirmaciones nuevas y a veces sublimes de su genio. Y tenemos verdades morales, vitales, que debemos poner en evidencia y corroborar en la conciencia humana, pues tan benéficas son para todos. Dondequiera que hay un hombre que busca comprenderse a sí mismo y al mundo, podemos estar en comunicación con él; dondequiera que se reúnen los pueblos para establecer los derechos y deberes del hombre, nos sentimos honrados cuando nos permiten sentarnos junto a ellos. Si existe en el hombre un anima naturaliter christiana, queremos honrarla con nuestra estima y con nuestro diálogo. Podríamos recordar a nosotros mismos y a todos cómo nuestro actitud es, por un lado, totalmente desinteresada —no tenemos ninguna mira política o temporal— y cómo, por otro, está dispuesta a aceptar, es decir, a elevar al nivel sobrenatural y cristiano, todo honesto valor humano y terrenal; no somos la civilización, pero sí promotores de ella.
DIÁLOGO, POR LA PAZ
39. Pero no podemos apartar nuestra mirada del panorama del mundo contemporáneo sin expresar un deseo halagüeño, y es que nuestro propósito de cultivar y perfeccionar nuestro diálogo, con los variados y mudables aspectos que él presenta, ya de por sí, pueda ayudar a la causa de la paz entre los hombres; como método que trata de regular las relaciones humanas a la noble luz del lenguaje razonable y sincero, y como contribución de experiencia y de sabiduría que puede reavivar en todos la consideración de los valores supremos. La apertura de un diálogo —tal como debe ser el nuestro— desinteresado, objetivo y leal, ya decide por sí misma en favor de una paz libre y honrosa; excluye fingimientos, rivalidades, engaños y traiciones; no puede menos de denunciar, como delito y como ruina, la guerra de agresión, de conquista o de predominio, y no puede dejar de extenderse desde las relaciones más altas de las naciones a las propias del cuerpo de las naciones mismas y a las bases tanto sociales como familiares e individuales, para difundir en todas las instituciones y en todos los espíritus el sentido, el gusto y el deber de la paz.
SEGUNDO CÍRCULO: LOS QUE CREEN EN DIOS
40. Luego, en torno a Nos, vemos dibujarse otro círculo, también inmenso, pero menos lejano de nosotros: es, antes que nada, el de los hombres que adoran al Dios único y supremo, al mismo que nosotros adoramos; aludimos a los hijos del pueblo hebreo, dignos de nuestro afectuoso respeto, fieles a la religión que nosotros llamamos del Antiguo Testamento; y luego a los adoradores de Dios según concepción de la religión monoteísta, especialmente de la musulmana, merecedores de admiración por todo lo que en su culto a Dios hay de verdadero y de bueno; y después todavía también a los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas. Evidentemente no podemos compartir estas variadas expresiones religiosas ni podemos quedar indiferentes, como si todas, a su modo, fuesen equivalentes y como si autorizasen a sus fieles a no buscar si Dios mismo ha revelado una forma exenta de todo error, perfecta y definitiva, con la que El quiere ser conocido, amado y servido; al contrario, por deber de lealtad, hemos de manifestar nuestra persuasión de que la verdadera religión es única, y que esa es la religión cristiana; y alimentar la esperanza de que como tal llegue a ser reconocida por todos los que verdaderamente buscan y adoran a Dios.
Pero no queremos negar nuestro respetuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las diversas confesiones religiosas no cristianas; queremos promover y defender con ellas los ideales que pueden ser comunes en el campo de la libertad religiosa, de la hermandad humana, de la buena cultura, de la beneficencia social y del orden civil. En orden a estos comunes ideales, un diálogo por nuestra parte es posible y no dejaremos de ofrecerlo doquier que con recíproco y leal respeto sea aceptado con benevolencia.
TERCER CÍRCULO: LOS CRISTIANOS, HERMANOS SEPARADOS
41. Y aquí se nos presenta el círculo más cercano a Nos en el mundo: el de los que llevan el nombre de Cristo. En este campo el diálogo que ha alcanzado la calificación de ecuménico ya está abierto; más aún: en algunos sectores se encuentra en fase de inicial y positivo desarrollo. Mucho cabría decir sobre este tema tan complejo y tan delicado, pero nuestro discurso no termina aquí. Se limita por ahora a unas pocas indicaciones, ya conocidas. Con gusto hacemos nuestro el principio: pongamos en evidencia, ante todo tema, lo que nos es común, antes de insistir en lo que nos divide. Este es un tema bueno y fecundo para nuestro diálogo. Estamos dispuestos a continuarlo cordialmente. Diremos más: que en tantos puntos diferenciales, relativos a la tradición, a la espiritualidad, a las leyes canónicas, al culto, estamos dispuestos a estudiar cómo secundar los legítimos deseos de los Hermanos cristianos, todavía separados de nosotros. Nada más deseable para Nos que el abrazarlos en una perfecta unión de fe y caridad. Pero también hemos de decir que no está en nuestro poder transigir en la integridad de la fe y en las exigencias de la caridad. Entrevemos desconfianza y resistencia en este punto. Pero ahora, que la Iglesia católica ha tomado la iniciativa de volver a reconstruir el único redil de Cristo, no dejará de seguir adelante con toda paciencia y con todo miramiento; no dejará de mostrar cómo las prerrogativas, que mantienen aún separados de ella a los Hermanos, no son fruto de ambición histórica o de caprichosa especulación teológica, sino que se derivan de la voluntad de Cristo y que, entendidas en su verdadero significado, están para beneficio de todos, para la unidad común, para la libertad común, para plenitud cristiana común; la Iglesia católica no dejará de hacerse idónea y merecedora, por la oración y por la penitencia, de la deseada reconciliación.
Un pensamiento a este propósito nos aflige, y es el ver cómo precisamente Nos, promotores de tal reconciliación, somos considerados por muchos Hermanos separados como el obstáculo principal que se opone a ella, a causa del primado de honor y de jurisdicción que Cristo confirió al apóstol Pedro y que Nos hemos heredado de él. ¿No hay quienes sostienen que si se suprimiese el primado del Papa la unificación de las Iglesias separadas con la Iglesia católica sería más fácil? Queremos suplicar a los Hermanos separados que consideren la inconsistencia de esa hipótesis, y no sólo porque sin el Papa la Iglesia católica ya no sería tal, sino porque faltando en la Iglesia de Cristo el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad ya no existiría, y en vano se intentaría reconstruirla luego con criterios sustitutivos del auténtico establecido por el mismo Cristo: Se formarían tantos cismas en la Iglesia cuantos sacerdotes, escribe acertadamente San Jerónimo(65).
Queremos, además, considerar que este gozne central de la santa Iglesia no pretende constituir una supremacía de orgullo espiritual o de dominio humano sino un primado de servicio, de ministerio y de amor. No es una vana retórica la que al Vicario de Cristo atribuye el título de servus servorum Dei.
En este plano nuestro diálogo siempre está abierto porque, aun antes de entrar en conversaciones fraternas, se abre en coloquios con el Padre celestial en oración y esperanza efusivas.
AUSPICIOS Y ESPERANZAS
42. Con gozo y alegría, Venerables Hermanos, hemos de hacer notar que este tan variado como muy extenso sector de los Cristianos separados está todo él penetrado por fermentos espirituales que parecen preanunciar un futuro y consolador desarrollo para la causa de su reunificación en la única Iglesia de Cristo.
Queremos implorar el soplo del Espíritu Santo sobre el "movimiento ecuménico". Deseamos repetir nuestra conmoción y nuestro gozo por el encuentro —lleno de caridad no menos que de nueva esperanza— que tuvimos en Jerusalén con el Patriarca Atenágoras; queremos saludar con respeto y con reconocimiento la intervención de tantos representantes de las Iglesias separadas en el Concilio Ecuménico Vaticano II; queremos asegurar una vez más con cuánta atención y sagrado interés observamos los fenómenos espirituales caracterizados por el problema de la unidad, que mueven a personas, grupos y comunidades con una viva y noble religiosidad. Con amor y con reverencia saludamos a todos estos cristianos, esperando que, cada vez mejor, podamos promover con ellos, en el diálogo de la sinceridad y del amor, la causa de Cristo y de la unidad que El quiso para su Iglesia.
DIÁLOGO INTERIOR EN LA IGLESIA
43. Y, finalmente, nuestro diálogo se ofrece a los hijos de la Casa de Dios, la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de la que ésta, la romana es "mater et caput". ¡Cómo quisiéramos gozar de este familiar diálogo en plenitud de la fe, de la caridad y de las obras! ¡Cuán intenso y familiar lo desearíamos, sensible a todas las verdades, a todas las virtudes, a todas las realidades de nuestro patrimonio doctrinal y espiritual! ¡Cuán sincero y emocionado, en su genuina espiritualidad, cuán dispuesto a recoger las múltiples voces del mundo contemporáneo! ¡Cuán capaz de hacer a los católicos hombres verdaderamente buenos, hombres sensatos, hombres libres, hombres serenos y valientes!.
HOY, MÁS QUE NUNCA, VIVE LA IGLESIA
46. Alegres y confortados nos sentimos al observar cómo ese diálogo tanto en lo interior de la Iglesia como hacia lo exterior que la rodea ya está en movimiento: ¡La Iglesia vive hoy más que nunca! Pero considerándolo bien, parece como si todo estuviera aún por empezar; comienza hoy el trabajo y no acaba nunca. Esta es la ley de nuestro peregrinar por la tierra y por el tiempo. Este es el deber habitual, Venerables Hermanos, de nuestro ministerio, al que hoy todo impulsa para que se haga nuevo, vigilante e intenso.
Cuanto a Nos, mientras os damos estas advertencias, nos place confiar en vuestra colaboración, al mismo tiempo que os ofrecemos la nuestra: esta comunión de intenciones y de obras la pedimos y la ofrecemos cuando apenas hemos subido con el nombre, y Dios quiera también que con algo del espíritu del Apóstol de las Gentes, a la cátedra del apóstol Pedro; y celebrando así la unidad de Cristo entre nosotros, os enviamos con esta nuestra primera Carta, in nomine Domini, nuestra fraterna y paterna Bendición Apostólica, que muy complacido extendemos a toda la Iglesia y a toda la humanidad.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo, 6 de agosto del año 1964, segundo de nuestro Pontificado.