Revista Cultura y Ocio

Orar para ser iluminados e iluminar

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

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Anna Seguí Martí, ocd

 Introducción

Se ha dicho –y va bien dicho– que Teresa de Jesús es maestra de oración. Para Teresa, la oración fue el hallazgo determinante como mujer de fe, para ser y hacer Iglesia, en el ya lejano siglo XVI. Ser Iglesia desde su puesto de orante, en el recién fundado Carmelo Descalzo, configuró un nuevo carisma dentro de la vida religiosa, donde oración, vida fraterna, silencio, estudio y trabajo, se armonizan y generan evangelio.

En una sociedad donde la mujer era la gran marginada, Teresa se muestra desafiante y, desde la escucha interior, atenta a la voz del Amado, se lanza hacia un proyecto propio, avalado por un pequeño puñado de amigas, y lo lleva adelante con una habilidad magnánima e imparable. “Juntos andemos, Señor; por donde fuereis, tengo de ir; por donde pasareis, tengo de pasar” (C 26,6). Teresa, en sus comienzos, y sus hijas hoy, seguimos avanzando por este camino oracional, fraterno y currante, donde, desde la oración, se nos ilumina y fortalece el proceder evangélico de las Bienaventuranzas, que, a su vez, es luz que ilumina a las gentes, desde el callado amor que conlleva la oración. “Y aun en las mismas ocupaciones retirarnos a nosotros mismos; aunque sea por un momento solo, aquel acuerdo de que tengo compañía dentro de mí, es gran provecho. En fin, irnos acostumbrando a gustar de que no es menester dar voces para hablarle, porque su Majestad se dará a sentir cómo está allí” (C 29,5).

Teresa fue iluminada por Cristo desde dentro. A Jesús lo ha hallado dentro, siente su presencia, está segura de que no está hueca, que Él la habita: “Pues mirad que dice san Agustín que le buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad, y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo, ni para regalarse con él, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a Padre, pedirle como a Padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija (C 28,2).

Y pone atención a la voz interior que la llama y la reclama para sí. Reclamo del Amado, para una misión: ser orante en la Iglesia, para la humanidad. Orar fue para Tersa (lo es para nosotras), sostener viva la llama ardiente de la presencia de Dios en medio de la humanidad. Ser de las prudentes, mantener la lámpara encendida y la actitud vigilante. “No hayáis miedo que mate este fuego de amor de Dios” (C 19,4). “Es fuego grande, no puede sino dar gran resplandor” (C 40,4). Y este fuego, o llama ardiente, es todo orante, sin percibirlo incluso, pero la oración siempre es iluminadora de verdades, si va bien cimentada en Jesús. Lo determinante para la oración es que, Dios, Jesús, nos vive dentro iluminándonos. “Pues tornando a lo que decía, quisiera yo saber declarar cómo está esta compañía santa con nuestro acompañador, santo de los santos, sin impedir a la soledad que ella y su Esposo tienen, cuando esta alma dentro de sí quiere entrarse en este paraíso con su Dios, y cierra la puerta tras sí a todo lo del mundo. Digo quiere, porque entended que esto no es cosa sobrenatural, sino que está en nuestro querer, y que podemos nosotros hacerlo con el favor de Dios, que sin éste no se puede nada, ni podemos de nosotros tener un buen pensamiento; porque esto no es silencio de las potencias; es encerramiento de ellas en sí misma el alma” (C 29,4).

 La oración, una cuestión de seguimiento

 Es fuerte pero real, afirmar que, sin oración, no hay seguimiento. La oración es algo central y fundante en el seguimiento de Cristo. Sin oración podrá haber cumplimiento de normas, preceptos, incluso sacramentos, pero no seguimiento. Como creyentes en Jesús, el seguimiento es una cuestión de relación personal, de encuentro en un tú a tú vinculante, de comunicación interior hasta el enamoramiento, hasta la unión de personas, hasta establecer a Cristo en nuestro más profundo centro, “en el centro de ella (del alma) se me representó Cristo nuestro Señor” (V 40,5). Quien ocupa nuestro espacio interior es Jesús. La oración nos impregna de su vida, su Palabra y de su persona, en definitiva, nos va conformando e igualando con Él. Seguimiento-oración-relación, van intrínsecamente unidos, no se pueden desvincular. Forman un todo fundante. Implican una manera de ser y vivir. “Representad al mismo Señor junto con vos y mirad con qué amor y humildad os está enseñando; y creedme, mientras pudiereis, no estéis sin tan buen amigo. Si os acostumbráis a traerle cabe vos, y él ve que lo hacéis con amor y que andáis procurando contentarle, no le podréis como dicen echar de vos; no os faltará para siempre; ayudaros ha en todos vuestros trabajos; tenerle heis en todas partes. ¿Pensáis que es poco un tal amigo al lado?”  (C 26,1).

Jesús, el Humanado entre los humanos, se ha hecho presencia concreta que vive y se relaciona con nosotros de forma natural, amable y amigable. Él, el viviente, nos vive conviviéndonos, convive con mi yo, con nuestro yo personal, con el yo de toda la humanidad. Nada nos es tan benévolo y amable como sentir que, quien nos convoca, lo hace desde la invitación libre y la misericordia, y no desde el juicio amenazador. Dios quiere que establezcamos con Él una relación de confianza y amor. Todo va en amor, en proyecto de amor. Quien nos convoca es el Dios amor, amable con nosotros, enriquecedor de nuestra humanidad. Como dice el hermano Roger de Taizé: “Dios no puede más que amar”. Teresa dirá que, tanto nos ama Dios, que se hace a nuestra medida: “¡qué cosa de tanta admiración, quien hiciera mil mundos y muy muchos más con su grandeza, encerrarse en una cosa tan pequeña! A la verdad, como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama, hácese a nuestra medida” (C 28,11).

Definición teresiana de la oración

Teresa de Jesús define la oración como una realidad relacional entre dos personas que se aman y se reclaman, se miran, “mire que le mira”, y se relacionan. La oración es una relación preferentemente afectiva, Teresa lo expresa así: “que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (V 8,5), añade también: “puedo tratar como con amigo” (V 37,5). Teresa va presentando la oración como algo natural en la vida de aquel que tiene a Jesús por muy buen amigo, “como le quisiereis le hallareis”, es decir, Jesús responde a nuestra necesidad, acude a nuestro reclamo, se hace a nuestra necesidad. Se pone a tiro, se hace encontradizo, se nos pone fácil para que le hallemos. Teresa insiste: “La oración es adonde el Señor ilumina para entender las verdades” (F 10,13), verdades personales y comunitarias. En términos teresianos, la oración es ejercicio de amor, posible en todo lugar y en todo momento. Es la aventura de una búsqueda, hasta descubrir que, más que buscadores, somos buscados por Dios, que nos quiere llevar a una transformación en su amor. Dirá Teresa: “¡Oh hermanas mías, qué fuerza tiene este don! No puede menos, si va con la determinación que ha de ir, de traer al Todopoderoso a ser uno con nuestra bajeza y transformarnos en sí y hacer una unión del Criador con la criatura” (C 32,11).

Habitados por Dios

Orar no es enfrentarse con un vacío, sino que es adherirse a una persona, a Jesús, y crear diálogo con Él. No estamos vacíos por dentro, sino habitados por Dios, por el Todo-Alguien.No hay ausencia en nosotros, sino presencia, la amable presencia de quien nos ha creado libres y lo ha hecho por puro amor. “Si hablare, procurar acordarse que hay con quien hable dentro de sí mismo; si oyere, acordarse que ha de oír a quien más cerca le habla. En fin, traer cuenta que puede, si quiere, nunca se apartar de tan buena compañía, y pesarle cuando mucho tiempo ha dejado solo a su Padre que está necesitada de él” (C 29,7). Dios ha de ser positivamente pensado como amor, y amor que salva. Dios tiene un lenguaje amoroso hacia sus criaturas: “Con amor eterno te amo, por eso prolongo mi misericordia” (Jr 31,3). Este seguro amor por parte de Dios, es lo que nos permite vivir soltando el miedo que nos paraliza, y expulsando el temor que nos acorrala, abriéndonos a una segura confianza y fidelidad de amor. “Porque a los que se han de aprovechar de su presencia, él se les descubre; que aunque no le vean con los ojos corporales, muchos modos tiene de mostrarse al alma por grandes sentimientos interiores y por diferentes vías” (C 34,10).

 La confianza como cimiento

 De buenos comienzos es poner el cimiento de la oración en la confianza, “de donde ha de venir la confianza ha de ser de Dios” (C41,4), en la fe que confía, y a ello corresponde la evangélica actitud de la humildad. Nos dice Teresa: “Todo este cimiento de la oración va fundado en humildad” (V. 22,11); “El Señor es muy amigo de la humildad”. Somos sabedores de que todo nos es dado, de que Dios está empeñado en regalarnos aquello que nos hace personas auténticamente libres y liberadas, para nuestra felicidad, y portadores de bien para los demás. Es una responsabilidad de todo creyente, ser iluminadores del camino que lleva al amor, como esperanza para las gentes. La oración cristiana no se va por los aires, no es algo etéreo, se hace en la tierra, tocando suelo, en lo concreto, en lo inteligible, en lo llano y sencillo. No es volar, sino aterrizar, no son técnicas ni métodos, es confianza y seguridad en Dios Padre. Es lectura atenta del Evangelio y ejercicio de meditación de la Palabra, para ir entendiendo verdades, entender quién es Dios y quienes somos nosotros, entender que somos unos necesitados de Él, y de los hermanos. Convivir con los demás nos hace mejores personas, yo soy más yo cuando hallo un tú a mi lado, con el que convivo, que me ama y me acompaña, que le sé y le hallo atento a mi necesidad.

La oración iluminadora de verdades  

 ¿Por qué la necesidad de la oración, por qué regalar a Dios espacios de nuestra persona y tiempo? Porque ella (la oración), es iluminadora de nuestras verdades más recónditas. Las positivas: el vernos con la hermosura de ser hijos y no esclavos; vernos también con la belleza de sabernos hechos a imagen y semejanza de Dios. Hemos sido pensados por Dios como alguien que se le asemeja, es la grandeza de ser humanos. Las negativas, las más oscuras e inconfesables que pueden hacer de nosotros unos violentos agresores de los hermanos, violentando la vida, la existencia, destruyendo la paz y la justicia. “Menester siempre velar y orar, que no hay mejor remedio para descubrir estas cosas ocultas del demonio y hacerle dar señal que la oración” (C 7,6).  La oración ilumina nuestra verdad, nos la pone de frente, nos hace de espejo donde mirarnos y ver cómo estamos. Al querer encontrarnos con Dios por medio de la oración, inevitablemente nos encontramos con nosotros mismos, somos nuestra propia piedra de tropiezo. Este encuentro, pasa por el encuentro personal con nuestra propia historia, hecha de aciertos y conflictos, de afectos y rupturas, de bondad y agresividad. Nos hallamos ante el pavor de tener que asumir que la reconciliación y la armonía en nosotros están por hacer, la paz por establecer, el perdón por realizar. Es ir asumiendo la purificación interior, como camino que nos lleva a la reconciliación e iluminación del ser redimido por Jesús. La oración ilumina el camino de la verdad en la libertad y para la libertad. “Tiene en tanto nuestra alma, que no la deja meter en cosas que la puedan dañar por aquel tiempo que quiere favorecerla; sino pónela de presto junto cabe sí y muéstrale en un punto más verdades y dala más claro conocimiento de lo que es todo, que acá pudiéramos tener en muchos años. Porque no va libre la vista, ciéganos el polvo como vamos caminando” (C19,7).

En la oración no hemos de ir buscando y esperando sensiblerías gustosas, levantamientos del espíritu, “Torno otra vez a avisar que va mucho en «no subir el espíritu si el Señor no le subiere»” (V 12,7), no procuremos sensaciones placenteras, todo esto son ¡boberías infantiles! Teresa dirá sobre ello: “Sí, que no está el amor de Dios en tener lágrimas ni estos gustos ni ternuras, sino en servir con justicia y con fortaleza de ánima y humildad”. Añade: “Cualquier espiritual que le parezca que por muchos años que haya tenido oración merece estos regalos de espíritu, tengo yo por cierto que no subirá a la cumbre de él… No me parece profunda humildad” (V39,15).  Dios nos puede regalar con estos gustos, claro que sí, a veces lo hace si nos ve con la necesidad. Sin embargo, la persona de fe no se detiene en ello, ni le da importancia, porque la fe se funda en la confianza, es un: “sé de quién me he fiado”.  Lo determinante es ir a la oración desnudos de falsedad, abiertos a vernos sin miedo, para que ella vaya iluminando los oscuros recovecos, y verlos con una mirada serena, benévola, limpia, penetrante, y auténtica. Esto nos ayudará a situarnos ante la vida y sus conflictos, con actitudes nuevas, transformadas y transformadoras, más evangélicas y bondadosas. Así, poco a poco, con sencillez, y a lo pobre, irá naciendo la iluminación interior, que no es sino, un muy humilde andar en verdad, en justicia, paz y libertad, en amor hacia nosotros mismos y los demás, “andar un alma en verdad delante de la misma Verdad” (V 40,3). La oración obra en nosotros gracia transformadora, nos va fortaleciendo en la fe, nos abre a una mayor caridad en acogida amorosa hacia la creación y los hermanos, nos hace sencillos y humildes, nos abaja de toda posible altivez, nos pone autenticidad, “andemos en verdad delante de Dios y de las gentes de cuantas maneras pudiéremos, en especial no queriendo nos tengan por mejores de lo que somos, y en nuestras obras dando a Dios lo que es suyo y a nosotras lo que es nuestro, y procurando sacar en todo la verdad, y así tendremos en poco este mundo, que es todo mentira y falsedad, y como tal no es durable” (6M 10,6).

La oración nos proporciona profundidad para saber ver el paso salvador de Dios en la historia, en el vivir de cada día, en los pequeños gestos de manos tendidas y abrazos acogedores en el amor y el servicio generoso. La oración nos da ojos penetrantes, para saber ver el milagro del cotidiano existir conducido por Dios, y que obra imperceptible por medio de nuestras acciones y aportaciones evangélicas. La oración nos pone en manos de Dios para, en todo, contar siempre con Él, Señor de la vida y de la historia, Señor de nuestras particulares y pequeñas historias, que van siendo transformadas por Él. “Pues creedme vosotras y no os engañe nadie en mostraros otro camino sino el de la oración” (C 21,6).

Orar es amar

 La oración-relación con Jesús, nos configura, nos va haciendo mejores personas y nos capacita para la relación liberadora con los demás. En la vida cristiana, en el seguimiento de Cristo, todo se concreta en un hecho radicalmente claro: el amor. Amar y decirlo con la vida, una vida que ora la Palabra, que ora “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren” (Gaudium et spes). Es responsabilidad del creyente orar las relaciones, orar las acciones, orar la paz, orar la reconciliación, hasta quedar transfigurados, iluminados e iluminadores de aquel camino por el que Jesús “pasó haciendo el bien”. Amar es lo que nos toca, es nuestro reto y tarea. Tengámoslo claro: ¡orar es amar! Ser amadores. “Cuanto a la primera, que es amaros mucho unas a otras, va muy mucho; porque no hay cosa enojosa que no se pase con facilidad en los que se aman y recia ha de ser cuando dé enojo. Y si este mandamiento se guardase en el mundo como se ha de guardar, creo aprovecharía mucho para guardar los demás” (C 4,5).

Orar es vivir en coherencia como creyentes, porque la oración, siendo iluminadora, nos va situando en el mismo camino que siguió Jesús, tomando sus mismos sentimientos, obrando con bondad de corazón, asumiendo el sufrimiento humano, curando, liberando, compartiendo, comprendiendo y no condenando, no es cristiano condenar. Ser orantes es ponernos ante Dios con oído atento a lo que Él quiere de cada uno de nosotros, qué quiere de este mundo, de esta humanidad, de nuestras relaciones en la convivencia. Dios quiere que juntos seamos creadores de bienestar y felicidad para todos. Vivir la vida en el amor, amor al prójimo, como medida y signo del amor a Dios, “crece el amar mientras más se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor” (6M 11,1). Santa Teresa, quiso hacer de nuestros conventos pequeños colegios de Cristo, lugares de oración donde: “todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de ayudar” (C 4,7), “Importa tanto este amor de unas con otras, que nunca querría que se os olvidase” (1M 2,18). El amor es la base y fundamento de todo, es la razón de ser orantes, oro porque amo, y amo porque oro. Somos convocados por el amor, para ser realizadores de amor. Y ser ¡al fin! realizados por el amor, iluminados e iluminadores. “Entendamos, hijas mías, que la perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo, y mientras con más perfección guardáremos estos dos mandamientos, seremos más perfectas. Toda nuestra Regla y Constituciones no sirven de otra cosa sino de medios para guardar esto con más perfección” (1M 2,17).

Orar es trabajar con el Evangelio en las manos, para ir cambiando las injusticias que subyugan a tantas víctimas y retornarles la dignidad de hijos de Dios, devolviéndoles su humanidad, el gozo de hijos y no esclavos. Dios quiere el bienestar de la humanidad, y la oración nos cristianiza el corazón, para ser y hacer que todo sea más digno y humano, más alegremente vivible, más al agrado y voluntad de Dios. Todo tiene que redundar en bien para la felicidad de las personas, Dios nos quiere felices y portadores de felicidad. La oración, en definitiva, nos va configurando con Jesús, nos hace hombres y mujeres llenos de bondad, responsables ante las situaciones de la vida, en nuestro momento histórico. Orar para renovar y purificar el aire, sacando la violencia de nuestro mundo, para que sea posible una convivencia en la paz, el canto y el baile de la alegría en la paz, “lo que mucho conviene para este camino que comenzamos a tratar es paz y sosiego en el alma” (C 20,5). Vivir siempre abiertos a la confianza, seguros de que Dios va llevando y transformando este mundo y a nosotros en la perfección del amor. Exclama Teresa. “¡Oh precioso amor, que va imitando al capitán del amor, Jesús, nuestro bien!” (C 6,9).

 Oración y resistencia

 ¿Por qué resistirnos a ser auténticos orantes?, somos huidizos a la hora de asumir los tiempos de aridez y de purificación. Reconozcamos que no nos gusta ser tocados por nadie ¡ni por Dios!: así es nuestra arrogancia. Sin embargo, las purificaciones son tiempos de auténtico crecimiento de madurez humana, de curación y liberación interior. Las noches oscuras son inevitables, todos pasamos por ellas sin poderlas eludir. Y es por la oración como vamos soportando la prueba, permaneciendo en la noche sin desfallecer, hasta experimentar y tener experiencia de rescate y sanación, conociendo así el paso redentor de Jesús en nuestra propia carne. Toda situación humana, por adversa que sea, Dios quiere que la asuma, que aprenda a soportarla sin desesperar, porque en ella Dios obra gracia salvadora y renovadora. Es bueno que, “determinadamente se abrace el alma con el buen Jesús, Señor nuestro” (C 9,5).

El gemido doloroso de la humanidad lo causan nuestras infidelidades al proyecto amoroso de Dios. ¿Cuánto dolor, cuánto sufrimiento he causado yo a mis hermanas? Sigue resonando la voz de Dios: “¿Caín, ¿dónde está tu hermano?”. ¿Qué hacemos con nuestros hermanos? Es estremecedor ver, sin sabernos controlar, cómo nos vienen las tentaciones, hundiéndonos en la miseria, ¡y volvemos al paraíso del Edén para ser tentados!, y muchas veces ¡demasiadas veces!, tornamos a sucumbir ante las acechanzas de la Serpiente, siempre ávida para clavarnos el colmillo. “Velad y orad”, es el consejo sanador de Jesús, para no caer en la tentación. Dirá Teresa: “¡Oh Sabiduría eterna! ¡Oh buen Enseñador! Y qué gran cosa es, hijas, un maestro sabio, temeroso, que previene a los peligros. Es todo el bien que un alma espiritual puede acá desear, porque es gran seguridad. No podría encarecer con palabras lo que importa esto. Así que, viendo el Señor que era menester despertarles y acordarles que tienen enemigos, y cuán más peligroso es en ellos ir descuidados, y que mucha más ayuda han menester del Padre Eterno, porque caerán de más alto, y para no andar sin entenderse, engañados, pide estas peticiones tan necesarias a todos mientras vivimos en este destierro: Y no nos traigas, Señor, en tentación; mas líbranos de mal” (C 37,5).

Mirar mi desastre personal sin miedo, asomarme a él con la seguridad de una benevolencia del corazón, y volcarlo ante Dios con verdad y humildad, con confianza. Y orar el perdón con amor, por tantas veces como salpicamos y herimos a los demás con nuestro proceder. No podemos permitirnos la insensibilidad ante el daño causado. Hagamos que orar sea vivir siempre abiertos al perdón, que orar sea amar y decirlo con la vida, con los gestos y la entrega amorosa sin límites. Aflojar toda resistencia que quiere sacarnos de la perseverancia orante, potenciando y fortaleciendo la amistad con Dios y con los hermanos. “Plega a Su Majestad nos dé a entender lo mucho que le costamos y cómo no es más el siervo que el Señor, y qué hemos menester obrar para gozar su gloria, y que para esto nos es necesario orar para no andar siempre en tentación” (2M 11).

Quien de veras se determina a ser orante, a orar la vida, orar la fe, orar el proceder, tiene que tener claro que comienza un camino sin retorno. No se es orante por una temporada, orar requiere tiempo y vida, se es orante en la vida y para toda la vida, es una manera de ser en la vida y de vivir la vida, porque la vida se vive en relación, y a más orantes más relacionales, con Dios y con los hermanos. Lo dice bonito Teresa: “A religiosas importa mucho esto: mientras más santas, más conversables con sus hermanas” (C 41.7). Quien ora, experimentará tiempos de sequedad, vacíos, sensaciones de retroceso, hastíos, e incluso deseos de dejarlo todo. Mas, si perseveramos en la oración, iremos advirtiendo que el amor y la amistad crean vínculos indisolubles, y que la oración es una cuestión de amor, es crear lazos, hacerse dependientes de Cristo, es, en términos teresianos un: “darse del todo a Dios”, y darse en definitiva a los hermanos. “Por eso, todas las personas que os trataren, hijas, habiendo disposición y alguna amistad, procurad quitarlas el miedo de comenzar tan gran bien; y por amor de Dios os pido que vuestro trato sea siempre ordenado a algún bien de quien hablareis, pues vuestra oración ha de ser para provecho de las almas. Y pues esto habéis siempre de pedir al Señor, mal parecería, hermanas, no procurarlo de todas maneras” (C 20,3).

 Orar es vivir responsabilizados

 Orar el mundo es orar por nuestra humanidad ante la indiferencia que vive de Dios. Hay un negativo alejamiento de Dios por parte de mucha gente. Gran parte de la humanidad se ha ido dejando polarizar por los falsos dioses del poder, fascinados por las libertades permisivas de un “todo vale, todo está bien, todo lo puedo”. Poder y sexualidad han ido subyugando la voluntad de la humanidad y se ha convertido en referente general. El poder del deseo y la apetencia, ha ido tomando fuerza por encima de la bondad, la verdad y la belleza de la limpieza en las intenciones. Orar para iluminar y devolver al mundo el aire purificador de la bondad de Dios. Iluminar desde la oración una esperanza hacia lo bueno, lo bello, lo constructivo y evolutivo. Iluminar una transfiguración: “El que es de Cristo es una criatura nueva” (2Cor 5,17). Hans Küng, en su libro, titulado Lo que yo creo, dice muy atinadamente: “No es saber informativo lo que escasea, sino saber orientativo”. La oración es en sí misma iluminadora y orientadora, capacitadora para abrir y alumbrar nuevos caminos, vislumbrar nuevos horizontes. “Este tener verdadera luz para guardar la ley de Dios con perfección es todo nuestro bien; sobre esta asienta bien la oración; sin este cimiento fuerte, todo el edificio va falso” (C 5,4).

Y orar, finalmente, la Iglesia. Ella es la portadora de Cristo y su Buena Nueva que ilumina a las gentes. Ella es la anunciadora del Resucitado, que Jesús es la posibilidad rehabilitadora, la luz guiadora, el puerto seguro de salvación. Iluminar desde la Iglesia un servicio humilde y generoso, una acogida compasiva y amorosa, aliviar todo lo que carga, agobia y hace sufrir a las personas humanas. Y no un poder totalizador, que controla, domina, abusa, dicta, subyuga, condena y castiga. Alumbrar, como hombres y mujeres de Iglesia que somos, la Vida de Dios en la vida de nuestra humanidad. Encender una esperanza de que es posible una Humanidad Nueva, donde hombres y mujeres de todas las razas, lenguas y naciones, todas las culturas y todas las religiones, juntas las manos, construyamos ¡por fin!, un mundo en la paz y la ternura, en la buena y bella convivencia, sin distinciones de clases. Comprendiendo, asumiendo y respetando lo diferente. “No es, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia” (C 1,5). “Quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho; porque no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios y procurar, en cuanto pudiéremos, no le ofender, y rogarle que vaya siempre adelante la honra y gloria de su Hijo y el aumento de la Iglesia Católica. Estas son las señales del amor, y no penséis que está la cosa en no pensar otra cosa, y que si os divertís un poco va todo perdido” (4M 1,7).

 Jesús modelo de oración

 Jesús nos es modelo y maestro de oración. ¿Por qué?, porque Él fue un hombre orante, que vivió siempre referido al Padre, y a Él nos refiere a nosotros. Toda la vida de Jesús está traspasada por su relación con el Padre. En el Evangelio, hallamos muchos momentos en que Jesús se retira a orar, se retiraba solo al monte y pasaba la noche orando. En la oración, Jesús se siente bajo la mirada amorosa del Padre y a Él se confía. Jesús ora también y principalmente, en los momentos cruciales de su vida: cuando empieza la misión le vemos retirado en el desierto, y cuando la acaba, le contemplamos orando en Getsemaní. Son dos momentos vertebradores de Jesús orante, siempre referido al Padre.

En el desierto, Jesús es tentado por el Diablo; este le toma en su totalidad de hombre, es decir, en aquellas realidades más profundas que el ser humano lleva en sí, codiciando en su interior desde la creación, desde el Edén: ser como dioses, anhelando el poder, las apetencias, las riquezas, el poseer. Si el primer hombre-mujer, sucumbe ante la tentación de la Serpiente, Jesús vence ante Satanás, como el Hombre Nuevo que tenía que venir a levantarnos, en Él, a todos los caídos bajo la violencia que rompe la fraternidad, el plan amoroso de Dios para la humanidad.

En Getsemaní, le contemplamos orando con toda la repugnancia e impotencia de lo que se avecinaba, ora como hombre abatido, hasta sentirse abandonado por el Padre ¡ningún sentimiento más dramático! Él, que vivió siempre referido al Padre, y a la hora de la verdad, siente el silencio, la mudez, la ausencia y el abandono absoluto del Padre ¡terrible misterio de la fe! Lleno de noche oscura, en la más completa soledad, turbación y oscuridad, Jesús se rinde, asumiendo una muerte ignominiosa ¡no la muerte que Dios quiere para Él!, sino la muerte que le proporcionan los jerarcas de la religión y la Ley, y los grandes del poder político: el Sanedrín y el Imperio romano. Jesús cae bajo la Ley y es condenado por los ortodoxos de la Ley como un blasfemo.

En la oración, Jesús nos refiere al Padre, fundamentalmente cuando enseña a la gente a orar con la oración del Padrenuestro. Era la oración de su corazón, la expresión más afectiva de su amor y confianza al Padre. Jesús, nos sitúa ante Dios como niños que saben que todos los bienes les vienen de sus padres. En el Abba=Padre, podemos añadir Madre, porque Dios no debe ser pensado como varón, sino como Ser (Soy el que Soy, Yo Soy el Existente), el que es en su totalidad: Padre-Madre, que tiene como única voluntad el bien de sus hijos en el amor. Padre-Madre que nos quiere felices, que sintamos la alegría del buen y bien vivir, que celebremos la fiesta de la vida, gozando de libertad, y donde el amor sea la realidad más viva y vivida por la humanidad, como fuerza que nos humaniza y asemeja a Dios, como belleza que salva al mundo. Este es el mensaje central de Jesús: Todo el querer de Dios es que nos amemos unos a otros como Él nos amó. Y este amor de unos con otros dice la calidad de nuestra oración. Obrar en nosotros lo central del Padrenuestro, que es: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Teresa habla de la importancia de esta oración central del cristiano, dice: “Lo que podemos hacer nosotros es procurar estar a solas y plega a Dios que baste, como digo para que entendamos con quién estamos y lo que nos responde el Señor a nuestras peticiones. ¿Pensáis que se está callando? Aunque no le oímos, bien habla al corazón cuando le pedimos de corazón. Y bien es consideremos somos cada una de nosotras a quien enseñó esta oración y que nos la está mostrando, pues nunca el maestro está tan lejos del discípulo que sea menester dar voces, sino muy junto. Esto quiero yo entendáis vosotras os conviene para rezar bien el Paternóster: no apartarse de cabe el maestro que os le mostró” (C 24,5). 

Conclusión final

Concluyo afirmando que la humildad es la actitud básica y fundante para ser orante, Teresa la pone como la principal de las tres cosas importantes que debemos guardar en el monasterio, y para ser cristianos también: “la una es amor unas con otras; otra, desasimiento de todo lo criado; la otra, verdadera humildad, que aunque la digo a la postre, es la principal y las abraza todas” (C 3,4). Lo que prima es la fe y la confianza, ¡fiarse de Dios! al fin, y esperarlo todo de Él.

El orante celebra la vida, vive en comunión con los hermanos y con la creación. El orante es un dependiente de Cristo, se sabe vivido por Jesús, se percibe como criatura nueva y experimenta que el jardín de la Redención es más rico, bello, pleno y fructífero que el paraíso de la Creación.

Permitidme que os ponga una imagen del mar, tan cercano y disfrutado por todos. Lo hago así porque yo también soy una mujer de mar, y de mar adentro, de una pequeña isla que tiene siete faros, como siete centinelas vigilantes en las noches oscuras del mar.

Los faros son estables, firmes, permanecen siempre. Alumbrando en la oscuridad, son aviso que señala puerto de salvación para las naves que surcan los mares en las oscuras noches de los tiempos. El faro no es la salvación, el faro señala, humilde, que cerca hay refugio seguro, puerto de salvación. El faro se parece al Bautista que señala con el dedo y pregona seguro: “Ved ahí al cordero”. Ser orante es permanecer, como los faros, en estos lugares estratégicos, solitarios, expuestos a todos los vientos y a todas las tormentas del mar, para ser, en la noche oscura de la humanidad, una pequeña luz que señala puerto de salvación: Jesús.

María, Madre de la esperanza ¡Señora del Aviento!, conduce nuestra frágil barquilla de la fe, y concédenos la gracia de ser, contigo, fieles seguidores de Jesús. Amén


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