Revista Opinión
Es propio de los autoritarios (personas, regímenes) apelar al orden, al orden establecido por una legalidad elaborada concienzudamente en función de sus intereses. Todo lo que se aparte o discuta del ordenamiento que afianza la consolidación de fuerzas que favorecen al pensamiento conservador, es tachado de revolucionario, antisistema o radical de izquierdas, por más que la intención de los discrepantes sea buscar la equidad de las leyes, una mayor justicia en el reparto de la riqueza nacional o corregir desigualdades que perjudican a la mayoría de la población. Cualquier iniciativa o actitud que vaya contra el orden de los que mandan es motivo de denuncia y, llegado el caso, de represión o castigo hasta eliminar, o al menos reducir a la mínima expresión, el foco contestatario. Esto se ha podido constatar en multitud de situaciones de la vida diaria, pero hay dos ejemplos significativos en los que los tribunales han dado la razón a los contrarios al abuso de autoridad o intolerantes defensores del orden... a su modo.
Se tratan de casos distintos y de ámbitos políticos contrarios, pero siempre con la derecha exigiendo el respeto al orden “legal” en perjuicio de situaciones humanas dramáticas. Me refiero, en primer lugar, a la política seguida por España de practicar devoluciones “en caliente”, es decir, expulsar a inmigrantes de manera inmediata tras ser detenidos en territorio español, incluso si solicitan derecho de asilo. Ninguna presión causada por los deseos migratorios de ciudadanos extracomunitarios que intentan acceder a Europa a través de las fronteras de España con Marruecos justifica la expulsión automática de quien ha logrado pisar suelo español. Ni siquiera bajo el concepto “operativo” de frontera que defiende el Ministerio de Gobernación, una hipotética frontera constituida por la línea formada por agentes de la Guardia Civil, la imaginaria a base de disparos de pelotas de goma sobre el mar o la valla interior donde exista doble valla fronteriza. La frontera no se interpreta, sino que es una perfectamente precisa línea de demarcación entre dos países.
Es cierto que la llegada masiva de inmigrantes a las fronteras de Ceuta y Melilla acarrea problemas de espacio en los centros de acogida de refugiados, papeleos burocráticos a la hora de elaborar los procedimientos judiciales de expulsión y conflictos sociales por las dificultades de integración de algunos, según procedencia, de los que se quedan en nuestras ciudades, donde se congregan en barrios formando guetos e intentan mantener sus costumbres, a veces chocantes y contrarias a nuestros parámetros culturales.
Sin embargo, los inmigrantes son seres humanos a los que no les frenan ni las vallas, ni las alambradas con cuchillas ni las expulsiones en caliente en su obsesión por huir de la miseria, el hambre y la opresión de sus países de origen. Por ello, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) condenó las prácticas conocidas como devoluciones en caliente en una sentencia reciente sobre un caso de deportación de 30 saharauis, sin aguardar a la resolución de sus peticiones de protección internacional, y que habían llegado en pateras a la isla canaria de Fuerteventura en 2011 y 2012.
El “orden” en nuestro país no se mantiene incumpliendo la ley, como ha sentenciado el TEDH, ni equiparando inmigración con delincuencia, por mucho que moleste a los amantes de “su” orden la presencia en nuestras ciudades de personas de distinto color, distinta religión, distinta lengua o distintas costumbres. Son foráneos a los que tambiénles asisten los derechos fundamentales de las personas y la aplicación internacional de los derechos humanos. Y cual personas hay que tratarlas. En primer lugar, cumpliendo nuestra propia legislación, que dictamina que todo extranjero que haya entrado clandestinamente por un puesto no habilitado no puede ser devuelto sin ser sometido al procedimiento de expulsión, con las debidas garantías de asistencia jurídica y de intérprete, como regula la ley de extranjería. Es decir, la justicia y la legalidad han de preceder al orden que tanto proclaman los adalides del “sistema”.
El otro ejemplo significativo es el producido con el realojo de los “okupas” del edificio bautizado “Corrala Utopía”, en Sevilla, propiedad de la entidad bancaria IberCaja, que fueron desalojados por mandato judicial. El Ayuntamiento hispalense, gobernado por el Partido Popular, se negaba a facilitarles viviendas provisionales de las que dispone vacías del Patronato municipal, esgrimiendo que estas familias debían formalizar la solicitud de una vivienda y aguardar el turno correspondiente. La Junta de Andalucía, en cambio, valorando la difícil situación socioeconómica y la necesidad de contar con un techo donde guarecerse una vez fueran expulsadas estas personas del edificio, decidió realojarlas en pisos vacíos de titularidad del Gobierno regional. Esta iniciativa de la Consejería de Fomento y Vivienda, dirigida por Elena Cortés (IU), provocó el primer enfrentamiento público entre el PSOE e IU, que forman la coalición de gobierno de la Junta, y que se sustanció con la retirada de las competencias sobre la vivienda a la Consejería y restituirlas al día siguiente, mediante sendos decretos de Presidencia. El Ayuntamiento y los medios afines no se cansaron de denunciar la arbitrariedad de la medida y el oportunismo político, que tildaban de estilo bolivariano, en la actuación de la Consejería. Había que mantener el orden, en el que no encaja la consideración de bien social de la vivienda que repudia un pensamiento neoliberal que da prioridad al mercado.
Pues bien, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía(TSJA) acaba de reconocer, en una sentencia que archiva la denuncia del sindicato Manos Limpias, que el realojo de las familias de la Corrala Utopía no estuvo “inspirado por una finalidad arbitraria o injusto, sino por la necesidad de atender una situación urgente”. El auto del TSJA recuerda que el realojo responde a lo dictado por el Juzgado de Instrucción número 3, que ordenaba “proveer lo necesario en el caso de que en el edificio se encontraran menores y otras personas en riesgo de exclusión social”.
Otra vez una interpretación torticera de la legalidad y una flagrante injusticia de los defensores del orden establecido iban a provocar el desamparo y el abandono a su suerte de familias con hijos expulsadas a la calle. Un orden que protege antes los bienes materiales y los intereses mercantiles que las personas y sus derechos fundamentales. No obstante, también en esta ocasión, son los tribunales los que dictaminan lo correcto y señalan los límites que no deben traspasar las iniciativas políticas o sus consecuencias para evitar lesionen derechos y legalidades; en definitiva, para que no causen una injusticia mayor.
La defensa del “orden” a cualquier precio, retorciendo el espíritu de las leyes y pisoteando la justicia, provoca desorden, rechazo y tensiones indeseables que alteran la paz y la convivencia social. Y todo a causa de mantener un determinado modelo social que beneficia exclusivamente a esa minoría privilegiada que no admite que se modifique un milímetro el orden de las clases dominantes y su pugna, sin apenas oposición, por realizar recortes y reformas que reducen derechos, eliminan o privatizan servicios públicos y criminalizan cualquier protesta o contestación. Quieren mantener su orden contra la justicia y la legalidad.