Revista Filosofía

Ordet

Por David Porcel

Antes de que la oscuridad me cerrara los ojos, vi, acompañado, Ordet, pero no la de Dreyer, sino una anterior que lo inspiró. Una sueca, de Gustaf Molander. Es una película sobre la fe y la crisis de fe, pero también sobre la niñez y la locura que, en proporciones diversas, todos llevamos dentro. Y de cómo esa ingenuidad loca, o locura ingenua, puede penetrar en misterios inadvertidos para la razón y el sentido común. La idea de que la sinrazón desbroza caminos que pasan desapercibidos al resabido y al culto la encontramos en grandes relatos fundaciones de nuestra cultura. Las mil y una noches están llenos de ellos, pero también Platón, Chrètiene de Troyes, Cervantes, y tantos otros, presentan a grandes locos quebrando la oscuridad, la tradición y el dogma. Ordet vuelve sobre esta idea, representada en esta ocasión por un joven aspirante a la vida religiosa, pero desilusionado por una sociedad descreída y carente de fe. ¿Tiene sentido servir a Dios en sociedades nihilistas y nihilizadoras? Es la pregunta que inquieta a este joven hijo de una tradición de clérigos. Sin embargo, lo interesante de la historia, a mi modo de ver, es precisamente aquello que no se puede contar explicativamente, y que se relaciona, como decíamos, con el hecho, inaudito, anómalo, pero perfectamente real, de que el loco puede lo que no puede el cuerdo. Solo quien tiene el coraje suficiente de mantenerse impermeable a las ideas y valores circundantes, parece decirnos Ordet, puede hacer realidad lo que nadie podía concebir. Y esto es precisamente lo milagroso: hacer real lo inverosímil. Gran película para una noche de estrellas, o de lluvia.

Ordet

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